miércoles, 31 de diciembre de 2008

El tiempo que se va, la Vida que se queda


En esta tarde de fin de año, la mirada de la gracia no puede ser otra que estar agradecidos por tantas personas y experiencias que hemos conocido en este 2008. Haciendo uso de la memoria inteligente (la que se queda con lo bueno y elimina lo que no puede aportarnos nada) propongo que nos quedemos con las personas y las experiencias que formarán parte de nosotros de forma eterna, para siempre. El tiempo pasa y con él las personas y las experiencias que, sin embargo, resucitan en nosotros y se nos presentan de forma novedosa llegando a ser parte de quienes somos.

Entre las personas que se nos han marchado en este 2008, yo quiero dar las gracias especialmente por Miguel Iribertegui. En cierta manera, él ha contribuido a dar a luz este blog, ya que en el momento de su fallecimiento uno hubiera querido expresar los sentimientos por su partida de otra manera. Sirva este guiño osado como compensación por la timidez (o cobardía) de entonces. A Miguel (y en él representadas todas las personas especiales que nos han dejado este año), gracias por habernos acompañado en el tiempo que se va, pero mucho más aún por entregaros eternamente en la Vida que se queda.

Constatamos que el tiempo se va, pero sabemos que la música ha de seguir sonando cantada polifónicamente (hacer click para descargar la Salve Dominicana en http://dominicanidaho.org/music/salve_regina.html), y creemos firmemente que la Vida, la eterna al menos, siempre se queda. ¡Feliz Año Nuevo 2009!


A fray Miguel Iribertegui Eraso, OP, in memoriam

Madrid, 8 de noviembre de 2.008

Querido Miguel:

¡Cuántas veces hemos bromeado sobre nuestra denominación arcangélica! Por supuesto que sabíamos que estábamos aún muy lejos de tal condición (tú menos lejos que yo, claro está), pero sólo queríamos regocijarnos orgullosamente de la belleza -palabra sagrada para ti- y del simbolismo –palabra no menos sagrada que la anterior- de nuestro nombre. ‘Miguel’ significa “¿quién como Dios?” o “Dios es justo” y hoy, ante tu marcha y pese a que se hace difícil reafirmarlo, tú insistes en ello amparado en la impunidad que siempre te procuró tu inquieto flequillo y tu sonrisa pícara, carta credencial de tu infinita bondad.

Sabes bien que el estilo mariano no es el que mejor se me da, pero quiero practicarlo hoy porque entiendo que es el que mejor te homenajea y te refleja en este lance que, como lo mariano, sólo tiene sentido si se refiere a lo cristiano y esto a su vez a lo pascual.

De ti siempre me quedaré con tu ‘fiat’ personal en los últimos años de tu vida: “Hágase”, dijiste y pusiste tu máximo empeño en colaborar para que eso de “para Dios nada hay imposible” fuese más tangible. Sabías muy bien que la única promesa total es la de Dios y por ello, ante las traiciones y las decepciones de las promesas humanas, tú, pese a que estoy convencido de que tampoco entendías muy bien por qué las cosas ocurrían como ocurrían optaste -como otros- por el silencio contemplativo, que no por mirar hacia otro lado. ¡Qué bien te enseñó María a “meditar las cosas en tu corazón”!

Para ti la vida era una fiesta, incluso se puede decir que todo era celebración. Tu alegría era omniabarcante y expansiva. También te tomaste en serio lo que aprendiste en las bodas de Caná, que desde hace seis años pudiste rezar en el Rosario como misterio luminoso. Después de ofrecer mucho vino allá por donde fuiste y viviste, dejaste tu mejor vino para el final (pese a que habrá más lágrimas por ti en León que en Salamanca). Cuando cierta edad y cierta comodidad pueden llegar a erigirse en derechos intocables, tú nos demostraste a los más jóvenes y a quien quiso entenderte que, al igual que el agua puede convertirse en vino, no hay edad suficiente para dejar de vivir compasivamente ni comodidad perniciosa que no pueda ser tratada con la medicina de la itinerancia física y, sobre todo, espiritual.

En nuestro último encuentro, en el lecho del dolor, al pie de la cruz, junto a María supiste referirlo todo a la redención que nos ofrece su Hijo. “Sed pascuales”, nos repetiste con espíritu incansable pese a tu cansancio corporal. Y nosotros lo escuchamos y lo grabamos en nuestro corazón pese a la interferencia en forma de cortina de lágrimas. Hasta en esto has sido elegante, como cada gesto tuyo, y has honrado la humildad de tu condición de siervo y de tu filiación dominicana parafraseando a Nuestro Padre Domingo con eso de “no lloréis, que os seré más útil desde el cielo”.

¡Qué grande y qué pequeñito eres, fray Miguel! Tanta vida no cabe en unas líneas o en unos recuerdos. Al pie de la cruz, de nuevo junto a María también pudiste escuchar nítidamente cuan discípulo amado (amadísimo, diría yo) algo tan directo como “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Me aferro a tu talante evangélico, mariano y dominicano para comprender mejor que la misericordia es básica en nuestra existencia. Miguel, si en algo te hemos fallado o decepcionado, hasta incluso herir tu humanísima sensibilidad, perdónanos porque no sabíamos lo que hacíamos. Me reconforta pensar que todas nuestras miserias se quedan enanas en comparación con tu inmenso corazón.

Gracias a ti, Miguel, por habernos regalado tanto y gracias a Dios por habernos regalado tu ser. Cumple ya tu anhelo escatológico de expresar tu felicidad a través de la danza, bailando en la presencia de Dios en compañía de todos los santos, especialmente los de la Orden, titulares del día que el Padre eligió para llamarte a su presencia. Allí esperamos unirnos a vosotros.

Que Dios te bendiga.

Miguel

miércoles, 24 de diciembre de 2008

"Uno de los nuestros"


El teólogo belga E. Schillebeeckx cuenta con cierta gracia una anécdota ocurrida en 1965 en una audiencia con el papa Pablo VI, a raíz de una polémica teológica sobre la presencia real de Cristo en la eucaristía. En ella relata que se sintió extraño cuando en la entrevista el papa le dijo: “Me han dicho que ya es usted uno de los nuestros”. Tal extrañeza se tradujo en preguntas como: “¿quiénes son estos ‘nuestros’?” o “¿por qué sería ahora ‘uno de los nuestros’?”.

Estas fechas de Adviento y Navidad nos invitan a reflexionar sobre el misterio de la Encarnación: el “Dios-con-nosotros”. Cuando Dios se hace hombre, ¿podemos interpretar que se hace “uno de los nuestros”? Sí y no. Siguiendo la línea cristológica principal del propio Schillebeeckx podríamos contestar que sí, ya que el Dios de Jesús de Nazaret es el “Deus humanissimus”, esto es, su revelación está directamente relacionada con la condición humana y con su plenitud. De ahí que la grandeza de Dios no sea incompatible con la humildad de nacer en la pobreza de un pesebre, al tiempo que la pequeñez humana es tan capaz de Dios que no debería sorprendernos que unos sencillos pastores fueran los primeros en adorar al Mesías.

Entonces, ¿en qué sentido no se puede decir que Dios se hace “uno de los nuestros”? Pues en todo aquel sentido que reduzca y someta a Dios a la manipulación y al arbitrio humano como autoengaño religioso y como autojustificación ante la ausencia y el déficit de humanidad en nuestro mundo. Recurriendo a la hábil distinción teológica de Tomás de Aquino cuando señala que la Encarnación no es una necesidad necesaria sino una necesidad conveniente, podemos parafrasear la plegaria eucarística e indicar que acoger y vivir con honestidad el acontecimiento Jesucristo en la historia no sólo es algo “justo y necesario” sino que también “es nuestro deber y salvación”.

La Encarnación es también el misterio de la relación personal, y por ende dialéctica, entre Dios y los hombres. Esta relación dialéctica será auténtica, es decir, Dios sólo será “uno de los nuestros” si su verdad y su mensaje es experimentable o aporta plenitud, sentido y salvación a todos los hombres, a la historia y al mundo. Dicho de otra forma, la garantía de la autenticidad de esa dialéctica se puede basar en la conexión entre fe y experiencia, entre encarnación y resurrección, o si se prefiere entre cristología y escatología, permitiendo así que el “Dios-con-nosotros” nos invite a trascender las categorías de universalidad y absolutidad-totalidad, para insinuar provocadoramente la catolicidad y el ecumenismo que emanan de la praxis del Evangelio.


En definitiva, la dimensión soteriológica del misterio de la Encarnación nos orienta hacia la escatología radical del cristianismo, según la cual, como precisa el filósofo esloveno Slavoj Zizek, “cuando la humanidad lucha por su salvación, por el bien contra el mal, se trata de algo que no sólo atañe a la humanidad, sino, en cierto modo, de algo que atañe al destino del universo y al de Dios mismo”.