domingo, 29 de marzo de 2009

Expertos

En las últimas semanas he tenido conocimiento del nacimiento de la hija de una de mis actuales alumnas de 4º de la ESO (16 años) y de las angustias y desvelos de los padres de una pareja de pipiolos de 14 años que podrían haberse quedado embarazados antes de haber terminado de comprender las nociones básicas de álgebra y aritmética que les explican en sus clases de matemáticas.

Sin embargo, las cosas no siempre siguen los designios de las matemáticas (pues precisamente en estos casos suelen manifestarse las desigualdades notables) aunque sí que hay un denominador común y de forma irremisible hay que despejar una incógnita.

¿Cuál es el denominador común? El contexto de los hechos en el cual sus protagonistas se han podido ver arrastrados por un torbellino de fuerzas sociales, entre las cuales no falta la irresponsabilidad con la que se nos vende el incomprensible binomio entre sexualidad y frivolidad.

La incógnita tiene formato estándar, es decir, preguntarse “¿y ahora qué?”. En un caso la ecuación es “habemus niña” y la posible solución es “la vida cambia” y en otro “el susto pasó” y su hipotética consecuencia es que “la vida continúa”. Así que la prueba del nueve, la que nos permite saber si hemos errado o no, es la vida (realidad radical que diría Ortega), que no sólo cambia sino que siempre continúa y nos coloca en nuestro sitio, como se suele decir.

Para quien la vida le ha cambiado por una experiencia fuerte como a las que nos estamos refiriendo, no es aconsejable permitirse el lujo de olvidar que la vida continúa y hay que pelearla en todos y cada uno de sus instantes. Para quien piensa que la vida sólo continúa, su error puede estar en olvidarse de que la vida y las personas somos seres en constante devenir.

Ambas situaciones, por caminos distintos, son una llamada a la consciencia y a la conciencia. Afrontar la vida como es supone agarrarla por los cuernos tratando de ser lo más consciente posible de lo que me traigo entre manos. Pero afrontar la vida también es asumir que en algunas ocasiones nos veremos desasidos de toda seguridad y entonces, sólo entonces, en la soledad que se siente ante las decisiones y experiencias fuertes de la vida tendremos que apelar a la voz de nuestra conciencia.

Y es desde aquí desde donde me quedo perplejo ante la irrupción de los denominados “expertos”. En casos tan espinosos y repletos de aristas humanas como es el del aborto, surgen carentes del más mínimo pudor los voceadores, los agitadores y en el fondo, parapetados tras todo el ruido mediático, los “expertos”. Se supone que son personas con conocimientos que pueden ayudar a iluminar las situaciones, pero el diccionario resalta su condición adjetiva que los describe bastante bien: “prácticos, hábiles y experimentados”.

Lo práctico nos pone sobre aviso de que todo conocimiento responde a un interés. Toda opinión o afirmación gnoseológica conlleva una acción implícita (aunque sea en forma de omisión). Bien sabemos que tras la teoría suele llegar la práctica. Y entonces el fantasma de las ideologías planea sobre la situación.

Lo hábil me revuelve las entrañas y me sumerge en la tristeza, al detectar cómo se articulan los ventiladores mediáticos para manejar el debate en lo superficial disimulando la basura (económica, política, social y, a veces, religiosa) que subyace en el fondo e impidiendo que salga a la luz, desde lo profundo de nuestra condición humana, la auténtica magnitud de lo que nos traemos entre manos.

Lo experimentado me hace sonrojar porque no termino de comprender si la soberbia del experto lo es por exceso -¿realmente tienen tanta experiencia en abortos?- o por defecto -la teoría aplicada fríamente a casos prácticos o supuestos que, nos guste o no, tienen nombre y apellidos (los del padre y los de la madre de la criatura en ciernes y sus familiares, por cierto)-.

Sin un excesivo conocimiento de causa (pues en el imperio de los titulares y los eslóganes ni siquiera las partes interesadas se esfuerzan mucho en publicar y divulgar el auténtico fondo de lo que piensan y proponen), he de admitir que uno de los grupos de expertos –el que asesora al gobierno- anda lejos de lo que considero que es la vida. Rezo por que sepan manejar el poder de que disponen ahora y no estoy seguro de si se les ha otorgado. De nuevo podemos estar asistiendo a un nuevo capítulo del conflicto entre legalidad y legitimidad.

El otro grupo de expertos, el de “los 300”, anda un poco más cerca, pero puede estar cegado por la trampa de confundir lo que es la vida con lo que debería ser la vida. Su nombre me recuerda a aquel grupo de valientes espartanos (siglo V a.C.) que siendo expertos en el arte de la guerra y en el sentido del honor, no fueron recordados históricamente por ello sino porque su implicación con los acontecimientos que protagonizaron les permitió mostrar a su pueblo por dónde apuntaba el camino de la libertad. ¡La vida les puso en su sitio!

Si la pugna entre expertos a la que asistimos es un mero choque de ideologías, conmigo que no cuenten porque no se trata sólo de que no quiero respirar su mezquindad; es algo más: quiero siempre participar de la alegría que contagian los niños. Si, por el contrario, se trata de un debate sincero para aportar luz a la cuestión, he de decir que creo que no están consiguiendo lo que se proponen pues las cuestiones transcendentes de la humanidad no se votan, sino que deberían tocar nuestras entrañas recordándonos que siempre es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Y esa es la gran lección que nos ofrecen los más pequeños, los niños o los que son como ellos: que son capaces de ver con sencillez lo importante de la vida (Mt 11, 25-30); algo que se nos pasa por alto a los que nos tenemos por sabios, por entendidos, … por expertos.

domingo, 22 de marzo de 2009

Auto-perdón

“Dios y yo estaremos encantados de perdonarte, pero me temo que eso no será posible del todo hasta que tú no seas capaz de perdonarte a ti mismo”. Esta frase retumbó en mi conciencia con la misma mezcla de contundencia y sensibilidad –espiritual en mi caso, lingüística en el suyo- con que me la decía un fraile dominico irlandés que había aprendido español en las misiones de la región argentina de Paraná.

Supongo que la dureza de mi confesión había llamado su atención y activado los sensores de su misericordia. Y es que el sacramento de la reconciliación no es un signo paralizador u opresor, sino todo lo contrario, dinamizador y liberador, como lo es cualquier “encuentro con Jesucristo”.

El evangelio de Juan nos propone una escena en la que Nicodemo le plantea una inquietante pregunta a Jesús: “¿cómo puede uno nacer siendo ya viejo?”. Esta pregunta nos pone en relación con la profundidad de la experiencia de la reconciliación y lo hace desde una perspectiva netamente teológica, pues “el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3,3). Dicho de otra manera, la fuerza de la reconciliación viene expresada por la gracia de Dios quien, como se dice popularmente, “escribe derecho con renglones torcidos”. Es decir, siendo Dios el máximo protagonista de la vida y de la historia nos hace a nosotros, los seres humanos, sus co-protagonistas. Dios es como el buen futbolista: juega bien y hace jugar bien.

Esta convicción teológica se nos muestra de modo muy pedagógico en la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), que algunos teólogos han rebautizado como “la del padre misericordioso”. En ella el protagonismo de Dios se expresa en que su oferta de salvación, su Alianza con los hombres, es permanente. En el caso del hombre, su protagonismo se basa en ser sujeto de su existencia, esto es, en querer salvarse, en querer colaborar con el proyecto de Dios.

En el caso de esta parábola, el protagonismo humano comienza cuando el hijo pródigo entiende que el primer paso de su “volver a nacer siendo viejo” se produce cuando es capaz de perdonarse a sí mismo y por ello puede volver a casa para pedir perdón a Dios y a los demás. Por su parte, Dios revela su protagonismo porque con independencia de la reacción de su hijo, no deja de mirar un instante al horizonte para poder ver hecha realidad la esperanza de que éste vuelva a su hogar. Su amor es un amor incondicional.

Visto desde el sacramento de la reconciliación, el auto-perdón o el hecho de perdonarse a sí mismo es el punto de partida de la vuelta a casa o del volver a nacer. Es el salvoconducto para ser y sentirse perdonado por los demás. Es la ventana abierta a que se pueda recuperar lo que, como el hijo pródigo, parecía perdido.

Hoy el sacramento de la reconciliación vive una seria crisis. Sin entrar a valorarla hay algo que me permite pensar que más allá de esa crisis este sacramento nos pone en relación con un anhelo antropológico: la justicia. El perdón es una cuestión de justicia.

En estos días he hablado con gente sobre el tema de la reconciliación y la necesidad y dificultad de autoperdonarse. Ello me ha hecho caer en la justicia como clave para entender la reconciliación. El hijo pródigo nos recuerda que siempre es posible empezar de nuevo, volver a nacer pues al auto-perdonarse activa también su compromiso con el reino de Dios, asumiendo su justa colaboración con el proyecto de Dios dando gratis lo que ha recibido gratis. En última instancia, el encuentro con su hermano mayor le permite ir más allá y comprender que el estatus familiar era injusto pues no se basaba en una sincera fraternidad sino en la permanente e injusta comparación que perjudicaba a ambos; a uno por sentirse inferior y al otro por sentirse superior a su hermano.

Cuando alguien comete un error grave en su vida puede y debe perdonarse. Con ello podrá entender que vuelve a estar activo para colaborar con Dios y, por ende, para ser feliz. Al hacerlo nos ayudará a los demás a ser más fraternos, a ser más justos con él y con nosotros mismos. Porque una gran lección de la parábola del hijo pródigo es que si no nos perdonamos a nosotros mismos, quizás podemos estar obligando a alguien a avergonzarse CON (junto a) nosotros, pero lo que nunca podremos conseguir es que ni Dios ni quien nos ama de verdad, se avergüence DE nosotros.

viernes, 13 de marzo de 2009

Lo que se llama alegre

Hace unos años, encontrándome en un bar de copas de Salamanca, cercano a la casa donde vivió y murió Miguel de Unamuno, tuve una experiencia muy peculiar. Aquella noche no andaba yo con muchas ganas de salir de fiesta pero lo cierto es que allí me encontraba con un amigo sumergidos ambos en un torbellino de jóvenes bailando y aparentemente disfrutando en la noche salmantina. Andaba yo buscando la manera de expresar que no me encontraba muy a gusto en aquel ambiente cuando, de repente, la cara de mi amigo cambió y se puso seria y reflexiva como si estuviera contemplando extáticamente una visión novedosa.

Desde el momento en que compartimos lo que ambos habíamos contemplado (la paradoja de la tristeza que es auténtica alegría y la alegría que es profunda tristeza), sin haberlo pretendido, éramos unos extraños en el seno de aquella gran masa. Estábamos solos en medio de una inmensa cantidad de personas que aparentaban sentirse muy acompañadas. Nos sentíamos en soledad (¿o habría alguien más con esa sensación?) y optamos por el silencio contemplativo como respuesta a ese fogonazo existencialista.

Precisamente los existencialistas cristianos, como E. Mounier y G. Marcel, nos muestran que, en medio de la masa, entendida como suma de individualidades impersonales, emergen inconformistas las personas, individuos que se erigen como sujetos de su existencia y demandan la respuesta a la pregunta por el sentido. Es la revolución humanista y humanizadora que se opone a las despersonificación y que en clave cristiana nos recuerda que hubo, hay y habrá una razón para saber si uno, en cuanto persona, está interactuando con la realidad: el amor y la compasión.

A consecuencia de aquella experiencia, propiciada por la impresión cegadora y confusa de la apariencia, la frivolidad y la banalidad, trataba de abrirse camino la fuerza de la contemplación. Cuando "desde el silencio" (título de su blog), mi amigo Jose me compartió lo que estaba contemplando, me cercioré de que más allá del pensamiento único o de la inercia de la masa, puede haber una posición frágil en el tamaño pero potente en la intensidad de su elocuencia, la voz de nuestra alma. Pese a ser una voz poco escuchada, incluso a veces difamada, marginada y postergada por lo excesos del ruido, esa voz contemplativa emerge desde lo hondo de nuestra existencia reclamando la primacía de la más profunda necesidad antropológica, la de amar y sentirse amado.

El psicólogo inglés A. Storr considera que son frecuentes los errores en las personas a la hora de buscar la felicidad y la plenitud de las relaciones. Para él el secreto de los genios y de los sabios radica en encontrar largos periodos de soledad. En esto da la razón a Ortega cuando dice que “el hilo de que estamos tejidos es el hilo de la soledad”.

Quizás lo que nos pasó a Jose y a mí aquella noche es que comprobamos en primera persona que –de nuevo Ortega dixit- “el cristianismo es el descubridor de la soledad como sustancia del alma”. Nuestras almas no descansan hasta saciar su sed de plenitud, que para el cristiano es Dios, a quien nuestra alma busca “como la cierva busca corrientes de agua” (Sal 41). En esta búsqueda, auspiciada por la fuerza espiritual que nos brindan el silencio y la soledad, podemos caer en la cuenta de tres cosas. La primera es que la sed de nuestra alma nos permite hacer una estimación aproximada de lo que estamos llamados a ser, es decir, no nos conformamos ni nos vale con cualquier cosa. La segunda es que ese anhelo de colmar nuestra sed es motivo de auténtica y profunda alegría pues nos remite hacia lo mejor de la existencia, esto es, disfrutar auténticamente de la vida y encaminarnos hacia Dios. La tercera es que, aunque estemos rodeados de gente que aparente actuar de modo diferente e incluso opuesto al que nosotros estamos siguiendo, hay elementos comunes que nos hacen pensar que todos rastreamos pistas similares y que por tanto en nuestro desierto existencial no podemos caer en la tentación de pensar que estamos solos en nuestra peregrinación vital. Esto último, me lo confirma el propio Miguel de Unamuno, en una experiencia similar a la vivida aquella noche enfrente de su casa salmantina:

“Aquí tengo que detenerme. No siento bien lo de identificar lo triste con lo desagradable; y aunque haya inocente que me lo tome a paradoja, diré que, para mí, lo desagradable es lo que se llama alegre. Nunca olvidaré el desagradabilísimo efecto, el hondo disgusto que me produjo la algazara y el regocijo de un bulevar de París, de esto hace ya dieciséis años, y cómo me sentía allí desasosegado e inquieto. Toda aquella juventud que reía, bromeaba, jugaba y bebía y hacía el amor, me producía el efecto de muñecos a quienes hubieran dado cuerda; me parecían faltos de conciencia, puramente aparienciales. Sentíame solo, enteramente solo, entre ellos, y este sentimiento de soledad me apenaba mucho. No podía hacerme a la idea de que aquellos bulliciosos entregados a la joie de vivre fueran semejantes míos, mis prójimos, ni siquiera a la idea de que fuesen vivientes dotados de conciencia.

He aquí cómo lo alegre me desagradaba, me era desagradable. Y, en cambio, en medio de muchedumbres acongojadas que clamen al cielo pidiendo clemencia, que entonen un ‘De profundis’ o un ‘Miserere’, me habré de encontrar siempre como entre hermanos, unido a ellos por el amor”.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Ayuno y poder

He de confesar que últimamente estoy un poco obsesionado con el tema de los egos. Los veo moverse voluptuosos y provocadores por todas partes y sólo me queda el consuelo de pensar que quizás sea mi propio ego el que me está jugando una mala pasada.

Me refiero al ego expansivo, infantiloide, narcisista y sobre todo posesivo que asalta las situaciones sin avisar y te estalla en las entrañas. El colmo de la situación lo he alcanzado hoy en el autobús cuando una anciana le hablaba a su hijo cuarentón-faldero del escándalo que le había producido la orgullosa reacción de “un pobre” (expresión de campaña solidaria de los años setenta), no “su pobre” (sic) sino otro más joven que se pone en la otra puerta del templo, que al parecer no habría respondido al guión de cómo se supone que debe reaccionar “un pobre”. ¡Su ego había quedado lastimado!

Así es, los egos van flotando sin rumbo fijo por las estepas de nuestra existencia: jóvenes que van de expertos, “maduros” que van de jóvenes, pobres que van de ricos y ricos que van de pobres, orantes que van de dioses y dioses que van de orantes; y en todo ello la manifestación de las tres tentaciones del domingo pasado: el materialismo, la vanidad y el poder, siempre el dichoso poder. Se trata de egos que encumbran al individualismo, idolatran a la propiedad privada y se desmarcan hipócritamente de los deberes humanistas, entre ellos los Derechos Humanos. Nos encontramos sin querer queriendo en la lógica del “cogito EGO sum”. Con todo, lo peor de esta predominancia del ego, que se desarrolla al son hipnotizador de la autorrealización, es que alimenta a nuestro yo egoísta en detrimento de nuestro yo auténtico.

Pero, hete aquí que un clavo se saca con otro clavo, decía Santo Domingo de Guzmán, cuando le preguntaron a comienzos del siglo XIII cuál podría ser el remedio para aplicar precisamente a un conflicto de “egos y poder”, el que mantenían los herejes albigenses con ciertos sectores de la iglesia que vivían en la opulencia. El clavo que saca al poder posesivo y autoritario es el clavo de poder que se pone al servicio de los demás. Es el poder de la relación que nos ayuda a descubrir, con la inestimable aportación de nuestro prójimo, las dimensiones auténticas de nuestra persona, en el sentido en el que lo entendió Julián Marías: ser persona es querer ser y poder ser más.

Así pues, aprovecharé la coyuntura cuaresmal para tratar de purificar esta posibilidad y sea esa la explicación o no, entiendo que una salida puede estar por la vertiente mística (otra cosa que de repente está rondando por todas partes). Para ello me ayudaré de la sabiduría de un monje benedictino, Willigis Jäger, que ha adquirido cierta notoriedad en estos últimos años y del que algún día hablaremos con más detenimiento. Dice Jäger que la mística nos ayuda a recordar “que nuestra individualidad no resulta valiosa a causa de nuestro yo, considerado como algo absoluto, sino como lugar de revelación de Dios en el mundo”. La mística nos insiste siempre en que tenemos que emprender la penosa y difícil tarea de ir más allá de nuestro egocentrismo, nuestro individualismo y nuestro ego.


Ahora que acabamos de meditar el evangelio de las tentaciones, podemos emprender el ayuno de falsos egos y encaminarnos al misterio de la Transfiguración. Con esfuerzo, ascética, humildad y mucha proyección relacional podremos dejar a un lado nuestro falso rostro e ir revelando nuestro auténtico rostro. Ese que basado en la comunidad, la veracidad y el amor nos permitirá conocer también los verdaderos rostros de los demás y, por ende, el rostro de Jesús, el Dios hecho hombre.