martes, 27 de julio de 2010

El mundo entero es mi parroquia

Por circunstancias personales, en los últimos años he tenido que cambiar mi costumbre de celebrar la eucaristía dominical en el mismo lugar y por tanto con la misma comunidad, a hacerlo en lugares muy diversos y también con gente con diferentes actitudes.

Sigo pensando que vivir la eucaristía en un mismo lugar e inserto en el proyecto de una comunidad de fe con la que compartir el seguimiento de Jesús es lo óptimo. No obstante, ir a misa a un templo diferente cada domingo te ofrece una perspectiva de la riqueza (y de la pobreza, desgraciadamente) eclesial y, sobre todo, te ayuda a dar un enfoque revitalizante a tu manera de vivir la fe y a las costumbres y dinámicas que por el mero hecho de pertenecer a un grupo o forma de hacer las cosas puedes llegar pensar que es el mejor o incluso el único.

Después de vivir la eucaristía según el estilo de diversos carismas (teatino, dominicano, agustiniano, carmelitano, franciscano y, mayoritariamente, diocesano), en ambientes urbanos y rurales, en la misma lengua o en celebraciones bilingües (como en el Puerto del Carmen en Lanzarote, donde la presencia de turistas extranjeros es frecuente), en entornos más íntimos como unas convivencias o en otros más masivos como el de las catedrales, puedo dar gracias a Dios porque celebrar la eucaristía en diversos lugares me ha aportado visiones interesantes en ciertos ámbitos.

El primero de ellos es el homilético que, aunque no es ni de lejos el más importante, suele ser el más comentado y valorado. Tras estos meses he constatado que también la homilía es un oficio que requiere técnica pero sobre todo mucho corazón. Siguen existiendo presbíteros que comienzan sus homilías con la funesta coletilla de “queridos hermanos”, también persisten los que leen sus homilías tal y como las han copiado (normalmente de internet), los que se anuncian a sí mismos en lugar del Evangelio, los que consideran la predicación como una retahíla de topicazos que se insertan en un discurso sea como sea, o también los curas “chorizos” (en terminología del profesor de Biblia Gonzalo Flor) que en lugar de poner su discurso al servicio de la palabra de Dios, se las ingenian para tratar de poner la palabra de Dios al servicio de su discurso. Sin embargo, tampoco han faltado los predicadores sensibles, cercanos y conocedores de la importancia de su ministerio. Cuando en la homilía se logra ofrecer claves de interpretación de lo que la Escritura mediada por la liturgia puede ofrecer a las personas y a sus vidas, la disposición de la gente y el ambiente de las celebraciones es muy distinto y, en general, más saludable.

Otro ámbito es el litúrgico. A nadie se le escapa que la liturgia puede iluminar o arruinar una celebración. Hay lugares en los que la liturgia es arrinconada, y en otros es absolutizada. Hay celebraciones que en pocos minutos ofrecen lo que tienen que ofrecer y otras que aunque durasen dos horas más no lograrían nunca conectar con la asamblea. Hay templos en los que se derrapa a la hora de recitar las oraciones y otros en los que se lleva a los fieles con el freno de mano puesto. En esto me temo que la rúbrica (letra roja que marca las normas en los libros litúrgicos) padece lo mismo que cualquier ley o norma, es decir, un exceso de interpretación libre, que queriendo evitar un abuso de poder (el del legalista) incurre en otros (cada uno hace lo que le viene en gana) perjudicando en cualquier caso el objetivo de dinamizar la celebración en las mejores condiciones posibles.

También es significativa la dimensión ambiental. Una buena acogida supone ganar muchos puntos para que el resto de las actividades de un encuentro o celebración se desarrollen con cierta fluidez. Entrar en iglesias que invitan al recogimiento, a la oración y a permanecer en ellas es una suerte que no siempre se disfruta y que debería cuidarse mucho más. Mi gran sorpresa en este aspecto me la llevé en Flandes, donde mi prejuicio infundado de una Europa descreída se vino abajo con una espectacular demostración de puesta en escena de los templos abiertos a la gente, nativos y turistas, y al misterio de la Navidad que por entonces se celebraba. Iluminación, silencio o música ambiental, disposición de los bancos, entre otros, son elementos que no deben dejarse a la improvisación. Por si fuera poco, en otros lugares, también he comprobado que el repertorio de soluciones es siempre mayor del que se nos pasa por la mente o del que, sencillamente, nos resulta más cómodo. Un ejemplo de esto es el canto donde a falta de coros y música religiosa de calidad, no es lo mismo sufrir el canto malentonado del cura o acólito de turno que el recurso a las tecnologías que permiten incluir música en las celebraciones de manera digna.

Y, finalmente, resta el ámbito de la teología de las comunidades. Y en ella incluyo la dimensión eclesiológica y la ministerial. Mientras siguen existiendo parroquias y celebraciones donde el presbítero es un ministro único y aislado del resto de la asamblea y de la comunidad, existen otras celebraciones donde la implicación de todos sus miembros y sus ministros otorga mayor plenitud a la celebración y desvela su sentido. Hay una gran distancia entre la celebración en la que el presbítero se hace un solo total, leyendo él hasta la oración de los fieles, a otra, como la que viví en la parroquia de la Santísima Trinidad en Villalba (Madrid) en la que el presbítero presidió, un diácono permanente predicó y atendió al altar y al presbítero, y otros ministros leyeron y administraron la comunión ante la sorpresa de una asamblea que, en su mayoría, desconocía la posibilidad de llevar a cabo estas opciones y servicios ministeriales.

Celebrar la fe y la eucaristía en la comunidad habitual es un don de gran valor. Poder o tener que celebrarlas en ámbitos diferentes es una huella de la diversidad y pluralidad de la Iglesia y, en buena medida, reflejo de la imagen de Dios. Ahora que en las vacaciones nos encontramos con el reto de seguir celebrando la fe en ambientes diferentes, puede ser una buena ocasión para valorar lo que se tiene en la comunidad habitual y también para abrirse a otras realidades, valorándolas en su justa medida y sabiendo extraer de ellas conclusiones personales y comunitarias que dinamicen en lo posible lo que ya estamos viviendo.