lunes, 23 de agosto de 2010

Rubén Darío, el cartujo

La isla de Mallorca es un lugar maravilloso para ir de vacaciones. A sus famosos reclamos veraniegos de la playa y el sol, hay que unir una equiparable riqueza cultural y natural. De sus múltiples entornos, el más destacable, en mi opinión, es el norte de la isla, presidido por la bella sierra de Tramontana. Junto al monasterio de Lluc, la preciosa localidad de Sóller y algunas calas como Sa Calobra, destaca el pueblo de Valldemossa, en el que brilla con luz propia su conocidísima cartuja. Entre sus muros y ecos del pasado recibimos el testimonio de tantas historias y personajes que dejaron allí una parte de sus ilustres biografías para que nosotros podamos hoy aprender un poco más de ellas.

Sin duda, la historia más conocida de la cartuja es la del romance protagonizado por el músico polaco Chopin y la escritora francesa George Sand, durante el invierno de 1838. Otros nombres conocidos son los de Jovellanos o Unamuno, pero yo quisiera hoy traer a colación el del poeta nicaragüense Rubén Darío, arrastrado por la sensación de que este episodio de su vida no es lo suficientemente conocido. Así pues, aquí van algunas pinceladas de este curioso episodio cartujo en la vida de Rubén Darío.

Según un artículo de Carlos D. Hamilton, Rubén Darío pasó tres estancias en la isla de Mallorca. Las primeras, acontecidas en los años 1906 y 1907, tuvieron un tono más cotidiano al estar insertos en una serie de viajes a Madrid -donde llegará a ser embajador nicaragüense - y París. Pero el tercer viaje, el de 1913, tiene unas connotaciones especiales. Sumido en una profunda crisis propiciada por adversidades personales y políticas, Rubén Darío vuelve a la cartuja de Valldemosa siendo el gran poeta que siempre fue, pero al mismo tiempo el hijo pródigo que siente la profunda necesidad espiritual y existencial de confesar sus pecados para salvar su vida terrena y la eterna de la mejor forma posible: mediante la gran fuerza expresiva de su poesía.

Y a fe que lo consiguió. A continuación añado su poema titulado La Cartuja, que parece ser que fue considerado por su propio autor como “lo mejor que he escrito”. Para ello, Rubén Darío se enfundó el hábito de los cartujos porque de esa manera sentía con mayor incidencia la fuerza espiritual y poética de lo que quería expresar con sus versos. En él se puede percibir que su profunda experiencia espiritual va unida a una gran cultura filosófica y religiosa que realzan la belleza de lo enunciado por sus versos.

Seguramente, este episodio de la vida y la obra de Rubén Darío no sea el más conocido ni el más estudiado, pero sí responde a la grandeza de su obra literaria y a la contribución de los grandes hombres de la historia a expresar de forma genial las entrañas de lo que consituye la existencia humana y su sentido. ¡Que lo disfrutéis!
 
LA CARTUJA


Este vetusto monasterio ha visto,
secos de orar y pálidos de ayuno,
con el breviario y con el Santo Cristo,
a los callados hijos de San Bruno.

A los que en su existencia solitaria
con la locura de la cruz, y al vuelo
místicamente azul de la plegaria,
fueron a Dios en busca de consuelo.

Mortificaron con las disciplinas
y los cilicios la carne mortal,
y opusieron, orando, las divinas
ansias celestes al furor sexual.

La soledad que amaba Jeremías,
el misterioso profesor de llanto,
y el silencio, en que encuentran armonías
el soñador, el místico y el santo,

fueron para ellos minas de diamantes
que cavan los mineros serafines,
a la luz de los cirios parpadeantes
y al son de las campanas de maitines.

Gustaron las harinas celestiales
en el maravilloso simulacro,
herido el cuerpo bajo los sayales,
el espíritu ardiente en amor sacro.

Vieron la nada amarga de este mundo,
pozos de horror y dolores extremos,
y hallaron el concepto más profundo
en el profundo «De morir tenemos».

Y como a Pablo e Hilarión y Antonio,
a pesar de cilicios y oraciones,
les presentó, con su hechizo, el demonio
sus mil visiones de fornicaciones.

Y fueron castos por dolor y fe,
y fueron pobres por la santidad,
y fueron obedientes porque fue
su reina de pies blancos la humildad.

Vieron los belcebúes y satanes
que esas almas humildes y apostólicas
triunfaban de maléficos afanes
y de tantas acedias melancólicas.

Que el Mortui estis del candente Pablo
les forjaba corazas arcangélicas
y que nada podía hacer el diablo
de halagos finos o añagazas bélicas.

¡Ah!, fuera yo de esos que Dios quería,
y que Dios quiere cuando así le place,
dichosos ante el temeroso día
de losa fría y Resquiescat in pace!

Poder matar el orgullo perverso
y el palpitar de la carne maligna,
todo por Dios, delante el Universo,
con corazón que sufre y se resigna.

Sentir la unción de la divina mano,
ver florecer de eterna luz mi anhelo,
y oír como un Pitágoras cristiano
la música teológica del cielo.

Y al fauno que hay en mí, darle la ciencia
que al Ángel hace estremecer las alas.
Por la oración y por la penitencia
poner en fuga a las diablesas malas.

Darme otros ojos; no estos ojos vivos
que gozan en mirar, como los ojos
de los sátiros locos medio-chivos,
redondeces de nieve y labios rojos.

Darme otra boca en que queden impresos
los ardientes carbones del asceta;
y no esta boca en que vinos y besos
aumentan gulas de hombre y de poeta.

Darme otras manos de disciplinante
que me dejen el lomo ensangrentado,
y no estas manos lúbricas de amante
que acarician las pomas del pecado.

Darme otra sangre que me deje llenas
las venas de quietud y en paz los sesos,
y no esta sangre que hace arder las venas,
vibrar los nervios y crujir los huesos.

¡Y quedar libre de maldad y engaño,
y sentir una mano que me empuja
a la cueva que acoge al ermitaño,
o al silencio y la paz de la Cartuja!

Rubén Darío, 1913