viernes, 14 de enero de 2011

De dioses y hombres

En estos tiempos en que se repiten las noticias sobre la persecución y el martirio de cristianos en lugares de ámbito cultural mayoritariamente musulmán, llega a las pantallas españolas –con meses de retraso, como “casi” siempre, respecto a las europeas- la película De dioses y hombres. Trata del triste episodio del secuestro durante dos meses y posterior asesinato de siete monjes trapenses (cistercienses) pertenecientes al monasterio de Tibehirine en Argelia.

Dirigida por el francés Xavier Beauvois, el filme se ha convertido en un auténtico fenómeno que ha superado las expectativas de sus realizadores y sus distribuidores. De momento, aparte de haber obtenido el Premio del Jurado en el Festival de Cannes, ha sido seleccionado para los Oscar y se ha posicionado como la principal favorita para acaparar la mayoría de los premios Cesar en Francia.

Está claro que De dioses y hombres es una película atractiva. Y quien espere un relato preciso y basado en los aspectos más llamativos y sensacionalistas de un suceso tan terrible, seguramente se lleve una decepción. Pues como reza en su página web oficial, “la película intenta capturar el espíritu de los acontecimientos y de la comunidad, pero no se esfuerza en recrear con exactitud los detalles de una realidad histórica”.

Es más, para sorpresa de otros muchos, el director ha declarado que su película no habla de religión, sino que habla de hombres. Desconozco qué pretende indicar tal afirmación, pero quisiera señalar algunas razones por las que me choca.

En primer lugar, en el episodio comunitario y biográfico de estos monjes brilla con luz propia la importancia de su martirio, en el sentido más profundo de la expresión que no es otro que el testimonio de su fe en Jesucristo y éste crucificado y resucitado. Es decir, más allá de los valores y de la coherencia que se puede percibir en su entrega, está la identificación con Jesucristo con quien se sienten estrechamente e indisolublemente “religados”. Más aún, teniendo en cuenta que su martirio no es un hecho aislado o independiente de otros hechos acontecidos en Argelia durante los duros años noventa. Su testimonio forma parte del que expuso toda la Iglesia y que, con no menos significatividad, quedó plasmado en el asesinato, también en 1996, de Pierre Claverie, obispo de Orán.

En segundo lugar, pocos años después de otra exitosa película religiosa titulada El Gran Silencio, vuelve a ser la vida religiosa monástica la que agita el mundo cinematográfico con la temática de la vida común y mística de un cenobio de monjes congregados en torno al misterio de Dios. Me pregunto si no es ese misterio de Dios suficiente para considerar el trasfondo de la película como religioso. Quizás por ello la escena de la deliberación comunitaria de los monjes (seleccionada para el cartel de la película) evoca de manera bastante explícita a la disposición de una Última Cena.

Otro detalle de contraste lo podemos intuir a partir de una pregunta tan evidente como inquietante: ¿Qué hace un monasterio cisterciense en el seno del Magreb? ¿Cuál era la auténtica misión de aquellos monjes? De nuevo según la web, la película “describe la realidad de la entrega de los monjes, el mensaje de paz que desean compartir al quedarse con sus hermanos musulmanes, y la posibilidad de un terreno fraternal y espiritual compartido entre la cristiandad y el islam”. Atrapados entre dos bandos, el espíritu ecuménico en forma de diálogo interreligioso (sí, entre religiones) brilla con más autenticidad.

Y, finalmente, en el trasfondo de la película queda la cuestión de la verdad de lo que les ocurrió o les pudo ocurrir a aquellos monjes y a tantas personas durante el conflicto argelino. Las teorías son diversas y no falta entre ellas la de la conspiración. Años después siguen presentes tanto las tenebrosas sombras de las dudas sobre la versión oficial como la investigación de quienes no se conforman con dejar pasar el asunto. Más allá de todo ello, con un sentido claramente escatológico, esta la Verdad de Jesucristo. Una verdad de la que se fiaron aquellos monjes no sólo para ser felices sino para recibir de ella la fuerza y el aliento suficientes como para estar dispuestos a entregar sus vidas por transmitir esa felicidad a los demás.

Silencio, ¡empieza la película! Que la disfruten.

lunes, 10 de enero de 2011

En la muerte de María Elena Walsh

La prolífica María Elena Walsh (fue cantante, escritora, compositora y poetisa, entre otras cosas) ha fallecido hoy, 10 de enero de 2011, en Buenos Aires, a causa de una grave enfermedad.

No voy a hacer una glosa de su figura pues su amplia obra y la gran reputación de la que gozaba en muchos lugares, especialmente en su Argentina natal, hablan por sí mismas y además no soy, ni de lejísimos, un entendido en la misma.

Como a muchos de nosotros, la figura de María Elena Walsh me llegó a través de los libros de lectura infantil, incluidos los del colegio. ¿Quién no recuerda la letra de la canción y poesía de La mona Jacinta? Sólo evocarla nos devuelve a recuerdos de niñez, precisamente una de las edades de la vida a la que esta poetisa argentina dedicó, quizás, los mejores y más fructíferos logros de su vida.

Pero, años más tarde, la poesía de María Elena Walsh volvió a aparecer en mi vida de la mano de la música del compositor argentino Lito Vitale. Su poema Viento Sur inspiraba el disco del mismo título del entonces cuarteto musical y cuyas melodías recomiendo a los lectores.

Ese bello, también quizás extraño en sus expresiones, poema expresa, en mi opinión, un sentimiento de canto a la vida, vivida con optimismo y con sed de una justicia que reivindicando lo preciso de lo mundano se proyecta de modo transcendente anhelando otra justicia, la de una resurrección que representa la llegada al destino merecido: la estación claridad.

Este poema enseña a quien viva en momentos de desesperanza y depresión, que “no hay túnel que dure cien años”, que “la sopa de los pobres llega al centro y su vapor al reino de los cielos” y que en cuanto sea posible “hay que empujar un poco al sol, y al buen día meterlo en casa”.

Descanse en paz, María Elena Walsh, y a los lectores de predicablog aquí les dejo el texto y el sonido de este Viento Sur que espero os deje el corazón amuchado con ganas de seguir hasta la estación claridad.

(Texto y voz de María Elena Walsh)


VIENTO SUR

No hay túnel que dure cien años, mi vida.
Mirá como se arruga la tiniebla,
la procesión de pálidas se desbarranca,
los funcionarios inauguran ruinas.
Y vos y yo fundamos aires buenos.
Dónde estará la plata de mi río,
sólo barro y olitas de minué.
En los camalotes cantan las sirenas,
pero Ulises camionero no las oye,
sólo escucha la radio.
Llueve liquen en los decrépitos televisores,
buenas noches a todos, mariposas y difuntos.
Transmiten en cadena las cadenas.
El cemento se cansa de ser cobija de la Pampa.
Por los baches asoma la luz mala,
resucitan cardos y maíces,
abran paso a las luciérnagas curiosas que verán.
Viento sur, olor a transparencia,
silbo de la calandria,
madrecita cantora del primer rayo de la aurora.
La sopa de los pobres llega al centro,
y su vapor al reino de los cielos.
Ventolina que barre tormentas,
lavadero del alma, nos deja serenitos,
reciclando la pena en vasto amor.
Silbo de la calandria y vidalita de la esperanza.
Darle cuerda al amanecer, empujar un poco al Sol,
al buen día meterlo en casa.
Silba la calandria y nos sorprende en vela,
amuchados, con ganas de seguir.
Estación claridad, vamos llegando.

domingo, 9 de enero de 2011

De Belén a Nazaret (o rastrear las huellas del Dios que es Amor)

En estos días de Navidad he incidido en la idea de seguir la estrella de Belén, la estrella de Dios que nos guía hasta él. Esta idea está presente en los relatos del nacimiento y la infancia de Jesús que se nos narran en este ciclo litúrgico A, es decir tomados del Evangelio de Mateo. No en vano se trata de un evangelio que presenta como una de sus características más notorias la insistencia en superar los mandatos de la ley, incluso trasgrediéndolos, en virtud del mandamiento supremo que nos legó Jesús de Nazaret, el mandamiento del amor. Por ello, podemos preguntarnos en qué manera el tránsito de la Sagrada Familia de Belén a Nazaret pasando por Egipto es un esquema de un posible itinerario vital y teologal para rastrear las huellas de Dios que es Amor.

1) Como ya se ha señalado, rastrear las huellas del Dios que es Amor, implica aceptar a Dios como lo más importante y, por consiguiente, adoptar el amor como criterio fundamental y principal en la toma de decisiones. En el caso del relato elegido, esto se detecta en el inmenso amor que José sentía por María pues sabemos que, más allá de sentirse traicionado, primaba en él su deseo de lograr el bien y la felicidad para ella. Cuando José se entera de que María espera un niño que no es suyo, no reacciona con rencor ni con afán de venganza, sino que aunque decide reorientar su relación de otra manera, determina hacerlo sin perjudicar a María, es decir, repudiándola en secreto. Sabemos que ante un caso como éste, la ley judía exigía a José que denunciara a María y posteriormente la repudiara con las consecuencias personales y sociales que esa decisión tendría para ella: ser marginada y anulada socialmente durante el resto de su vida.

2) Esta opción fundamental por el mandato y el criterio del amor afecta a las entrañas más profundas de nuestra fe. Vivir desde el amor sería mera filantropía si no asumimos con sinceridad la posibilidad de que Dios irrumpa con estrépito y sin avisar en nuestras vidas. Este estrépito y este sobresalto puede hacernos pensar que lo que nos ocurre es injusto o, simplemente, algo sin sentido. Sin embargo, cuando somos capaces de hacer lecturas de la realidad que tienen en cuenta a Dios, con frecuencia (por no decir siempre), nos vemos obligados a reconocer que sus irrupciones son provocaciones para ponernos en camino y afrontar proyectos y aventuras vitales y espirituales que, de otro modo, se hubieran quedado sin realizar por culpa de la comodidad, de la inercia o, peor aún, del miedo. Vivir desde el amor presupone creer que la vida y todo lo que en ella acontece tiene un sentido que, aunque no lo veamos o entendamos ahora, acabará revelándose como algo bueno para nosotros y cargado de hondo contenido profético. José se entera de lo que Dios le pide a través de su sueño con el ángel, pero sobre todo entiende que lo que va a hacer no es un gesto de generosidad hacia María sino un gesto que otorga sentido a su existencia y en el que confluyen lo que Dios quiere, lo que María necesita y lo que él estaba esperando.

3) La fe y el amor requieren con frecuencia del apoyo de la esperanza. En ocasiones nos apresuramos a proclamar nuestra fe y a prometer amor de palabra sin cerciorarnos de lo que realmente supone vivir lo que estamos diciendo. Cuando José cree en el plan de Dios y acepta amar a María acogiéndola de corazón, ni siquiera sospecha que aún le quedaba mucho por vivir y encajar en su proyecto de vida. Vivir desde la fe y desde el amor requiere de la chispa de la esperanza que no radica sólo en confiar sino también en ir descifrando los fundamentos de dicha esperanza. Puede que en ocasiones nos lleve mucho tiempo hallarlos pero, tarde o temprano, acabarán apareciendo, aunque como en el caso de José nos lleve a salir de nuestra propia tierra o tengamos que esperar a que, como Herodes, desaparezcan personas que ahora son un obstáculo en nuestro caminar.

4) Y, por último, no podemos olvidar que amor, fe y esperanza no se pueden vivir sin experimentar una libertad radical. Seguir las huellas de Dios conlleva desprenderse de tantas cosas que es casi mejor no hacer una lista de todas ellas. En el caso de José, esta libertad profunda y radical se simboliza con la huida a Egipto, lugar propio del Éxodo y que evoca las ansias de libertad que se canalizan en forma de amor, fe y esperanza capaces de superar la tentación de llegar a pensar que Dios y lo que significa para nuestra vida es falso. Es entonces cuando experimentamos no sólo la auténtica libertad sino también la satisfacción de haber sido capaces de haber llegado desde Belén a Nazaret, sorteando múltiples obstáculos, y cuando nos parecía que nunca lo conseguiríamos. Y entonces nos sentimos llenos porque es ahí es donde podemos intuir con mayor frescura la presencia del Dios que es Amor.

domingo, 2 de enero de 2011

Renovarse para vivir

En momentos cruciales de la vida para justificar la decisión tomada, solemos recurrir a la expresión “renovarse o morir”. Se trata de un planteamiento que no es necesariamente tan drástico o dramático como parece, sino que denota una continuidad entre la misma renovación y el puro acontecer de la vida. Así pues, no se trata de un dilema sino de un descubrimiento de la nueva ruta por la que orientar nuestro proyecto de vida.

El verbo “renovar” tiene más que ver con la vida que con la muerte porque, como la propia palabra indica, “renovar” se refiere a volver a poner en juego o a dar brillo a algo que ya se tenía. La renovación es, principalmente, una invitación motivadora y estimulante a retomar y emplear aquellas características que nos dan valor por nosotros mismos. De hecho, en ocasiones en las que hemos descansado o hemos cambiado de actividad rutinaria solemos decir que nos sentimos renovados, ¡y además lo sentimos especialmente “por dentro” de nosotros!

Que lo nuevo no conlleva necesariamente lo diferente, pero sí la expresión inconfundible de una energía vivificante, lo podemos ver en la revelación de Jesucristo como Dios encarnado, que es principio y fin de todas las cosas. La renovación que Dios ofrece al hombre ilumina sus aspectos positivos y se hace cargo de aquellos más sombríos. En lo ontológico, Dios es creador y absolutidad para el hombre; en lo teologal, Dios es amor y misericordia infinita que renueva el corazón del hombre. Por eso, E. Schillebeeckx decía que Dios es nuevo en cada momento, y Jesucristo en la revelación del Apocalipsis dice: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).

Renovarse tiene que ver con el amor, que es el principal elemento de renovación. Pero amar es un verbo que como el Verbo Divino tiende inequívocamente a lograr la reciprocidad. Amar es acción activa pero también pasiva: amar y dejarse amar. Y lo cierto es que en una dinámica de renovación nos cuesta mucho más lo segundo que lo primero. Por eso, mi primera intención en la oración para el Año Nuevo, publicada en la entrada anterior, iba dirigida a quienes han sido capaces de apostar su vida por alguien, pidiendo para ellos que el amor gratuito y desinteresado fuera la medida de su entrega. Cuando la muestra de amor es íntegra, gratuita y sincera se están poniendo las bases para sacar a la luz lo mejor del ser amante y del ser amado: se produce así una auténtica renovación que destaca lo que ya era bueno en nosotros y desempolva lo que se había quedado estancado en algún rincón de nuestra biografía personal.

Renovarse, amar y vivir son acciones que requieren mucha confianza, como la de un recién nacido que duerme plácidamente en medio de un ambiente que, pensado fríamente, podría considerarse más bien hostil. Los padres que lo alumbraron y el neonato que duerme sereno muestran la confianza renovadora en lo que la vida les tiene reservado. Quizás, por eso, otra de las peticiones para el año nuevo expresaba que el nacimiento de un niño renueva nuestra ilusión por disfrutar de la vida. Ilusión que, no se olvide, ya la teníamos, pero que ahora la experimentamos de otra forma que, como los genes de los padres en sus hijos, incluye las anteriores pero sin dejar de ser novedosas.

Así que, a partir de ahora, en lugar de plantearse si renovarse o morir, mucho mejor será decidir, con total confianza, renovarse para vivir.

Nota.- Con el nuevo año 2011, predicablog también quiere renovarse para seguir viviendo en la red y sobre todo trasmitiendo un poquito de vida. Espero que la nueva imagen guste y que la interacción del blog con sus lectores sea, en la medida de lo posible, aún más animada y generosa que hasta ahora. Gracias a todos por adelantado.