En estos tiempos en que se repiten las noticias sobre la persecución y el martirio de cristianos en lugares de ámbito cultural mayoritariamente musulmán, llega a las pantallas españolas –con meses de retraso, como “casi” siempre, respecto a las europeas- la película De dioses y hombres. Trata del triste episodio del secuestro durante dos meses y posterior asesinato de siete monjes trapenses (cistercienses) pertenecientes al monasterio de Tibehirine en Argelia.
Dirigida por el francés Xavier Beauvois, el filme se ha convertido en un auténtico fenómeno que ha superado las expectativas de sus realizadores y sus distribuidores. De momento, aparte de haber obtenido el Premio del Jurado en el Festival de Cannes, ha sido seleccionado para los Oscar y se ha posicionado como la principal favorita para acaparar la mayoría de los premios Cesar en Francia.
Está claro que De dioses y hombres es una película atractiva. Y quien espere un relato preciso y basado en los aspectos más llamativos y sensacionalistas de un suceso tan terrible, seguramente se lleve una decepción. Pues como reza en su página web oficial, “la película intenta capturar el espíritu de los acontecimientos y de la comunidad, pero no se esfuerza en recrear con exactitud los detalles de una realidad histórica”.
Es más, para sorpresa de otros muchos, el director ha declarado que su película no habla de religión, sino que habla de hombres. Desconozco qué pretende indicar tal afirmación, pero quisiera señalar algunas razones por las que me choca.
En primer lugar, en el episodio comunitario y biográfico de estos monjes brilla con luz propia la importancia de su martirio, en el sentido más profundo de la expresión que no es otro que el testimonio de su fe en Jesucristo y éste crucificado y resucitado. Es decir, más allá de los valores y de la coherencia que se puede percibir en su entrega, está la identificación con Jesucristo con quien se sienten estrechamente e indisolublemente “religados”. Más aún, teniendo en cuenta que su martirio no es un hecho aislado o independiente de otros hechos acontecidos en Argelia durante los duros años noventa. Su testimonio forma parte del que expuso toda la Iglesia y que, con no menos significatividad, quedó plasmado en el asesinato, también en 1996, de Pierre Claverie, obispo de Orán.
En segundo lugar, pocos años después de otra exitosa película religiosa titulada El Gran Silencio, vuelve a ser la vida religiosa monástica la que agita el mundo cinematográfico con la temática de la vida común y mística de un cenobio de monjes congregados en torno al misterio de Dios. Me pregunto si no es ese misterio de Dios suficiente para considerar el trasfondo de la película como religioso. Quizás por ello la escena de la deliberación comunitaria de los monjes (seleccionada para el cartel de la película) evoca de manera bastante explícita a la disposición de una Última Cena.
Otro detalle de contraste lo podemos intuir a partir de una pregunta tan evidente como inquietante: ¿Qué hace un monasterio cisterciense en el seno del Magreb? ¿Cuál era la auténtica misión de aquellos monjes? De nuevo según la web, la película “describe la realidad de la entrega de los monjes, el mensaje de paz que desean compartir al quedarse con sus hermanos musulmanes, y la posibilidad de un terreno fraternal y espiritual compartido entre la cristiandad y el islam”. Atrapados entre dos bandos, el espíritu ecuménico en forma de diálogo interreligioso (sí, entre religiones) brilla con más autenticidad.
Y, finalmente, en el trasfondo de la película queda la cuestión de la verdad de lo que les ocurrió o les pudo ocurrir a aquellos monjes y a tantas personas durante el conflicto argelino. Las teorías son diversas y no falta entre ellas la de la conspiración. Años después siguen presentes tanto las tenebrosas sombras de las dudas sobre la versión oficial como la investigación de quienes no se conforman con dejar pasar el asunto. Más allá de todo ello, con un sentido claramente escatológico, esta la Verdad de Jesucristo. Una verdad de la que se fiaron aquellos monjes no sólo para ser felices sino para recibir de ella la fuerza y el aliento suficientes como para estar dispuestos a entregar sus vidas por transmitir esa felicidad a los demás.
Silencio, ¡empieza la película! Que la disfruten.