No hace falta ser un gran
conocedor de la filosofía ni de la política para saber que su
relación nunca ha sido fácil. Al contrario, ha sido una relación
más bien tormentosa e incluso antagónica. De hecho, podría decirse
que la filosofía vive de su amor por la sabiduría y por la verdad,
mientras que, desgraciadamente, la política (“con minúsculas”,
como diría Ortega, precisamente una de las víctimas más ilustres
de esta relación) se nutre de la ignorancia y de la mentira. En
definitiva, mientras la filosofía busca ahondar en el meollo más
auténtico de la cuestión, la política se recrea en el recurso a
las etiquetas y a los prejuicios equívocos.
Sin embargo, lo más apasionante
de esta relación es que ambas dirimen sus fuerzas en el inefable
terreno de la realidad, donde la política esgrime la potencia de su
dialéctica mediática frente a la obstinación crítica y
discrepante de la filosofía que, casi más por anciana que por
sabia, es capaz de esperar pacientemente los frutos de su reflexión.
Precisamente, en el juego
mediático propuesto a partir de las etiquetas republicana y
monárquica, que trata de mantener a los ciudadanos distraidos y
apasionados, surge un rayo de luz filosófico esbozado hace más de
2400 años por Platón, otro filósofo que fue víctima de sus
escarceos con la política. ¿Quién hubiera podido sospechar que la
teoría política de Platón podría contribuir varios siglos después
a ofrecer una visión más serena, mejor dicho idealista -en honor a
su pensamiento-, del acceso al trono del rey Felipe VI?
Sin duda, el rasgo más
característico de la filosofía política platónica es su propuesta
de una aristocracia intelectual. Si hay algo que Platón tenía claro
desde su perspectiva idealista es que quien aspirase a ser el
filósofo-rey no sólo había de ser capaz de serlo sino que había
de involucrarse en un proceso formativo que garantizara y procurara
tal capacidad. Así, en el ciclo educativo que tenía en mente el
filósofo ateniense, el gobernante había de estar preparandose para
su tarea durante treinta y cinco años que se desglosaban de la
siguiente manera: los veinte primeros procuraban una formación
elemental que recibían quienes formasen parte de la clase ciudadana
y militar recibiendo una cultura física, moral e intelectual; los
diez posteriores procurarían una selección de candidatos a
gobernantes en función de materias como aritmética,
logística, geometría, astronomía, entre otras; y,
finalmente, los últimos cinco años concedían el auténtico poso de
un gobernante en virtud del estudio de la dialéctica.
Este aspecto es decididamente
relevante en la actualidad hasta tal punto que ni los detractores de
la monarquía ignoran que es un factor diferencial respecto a los
posibles candidatos a una supuesta presidencia republicana -pues
ninguno de ellos podría avalar una preparación tan completa y
adecuada para la función- ni los partidarios más afines a Felipe VI
(como la infanta Critsitna y su marido Iñaki Urdangarín) e incluso
el propio interesado han dejado de recordarnos que el único destino
de la preparación a la que había consagrado su vida era llegar a
desempeñar la función para la que había sido designado no sólo
dinástica sino también constitucionalmente.
Pero ésta no es la única
analogía con el pensamiento político de Platón, aunque sí la más
directa. Otras son más colaterales, como la que habla de la
condición mixta de la enseñanza y que en condiciones normales
establecería de modo teórico el acceso de una mujer a la función
gobernante, cosa que en el caso de nuestra monarquía parlamentaria
se encarnará en la futura sucesión prevista.
Sin embargo, el último guiño
platónico viene de la mano de la postura más idealista de Platón
en su pensamiento político y que va asociada a su interpretación de
la historia que en coherencia con su estilo de pensamiento considera
que la historia va a peor y, dentro de ella, la política no es una
excepción. Desencantado por su experiencia política con el tirano
de Siracusa, Platón explica que todo sistema político pasa por un
ciclo degenerativo que va desde una Edad de Oro a otras etapas o
estados menos interesantes. De esa explicación podemos extraer dos
detalles muy significativos. El primero es que aristocracia y
monarquía van de la mano ya que entre los mejores, el monarca es el
uno, el mejor. Si el monarca ejerce bien su gobierno, estará a la
altura aristocrática de su función. De lo contrario, el ciclo
degenerativo se pondrá en marcha y sobre él se cernirían serias
amenazas que se han comprobado ciertas a lo largo de la historia. De
todas ellas, hoy algunas se perciben indudablemente muy lejanas o
irreales, pero hay otras que son más verosímiles. La principal, y
probablemente la más cuestionada por Platón, es la que se muestra
como una democracia que no es, en su opinión, sino el gobierno de
los menos aptos en provecho de intereses particulares, razón por la
que Aristóteles, el principal discípulo de Platón, denominó
demagogia a la democracia que servía a los intereses ilegítimos en
lugar de apostar por el bien común.
De todo ello, se establece una
condición filosófica que no sólo Platón sino cualquier ciudadano
establecería como elemental para asumir la función de un Jefe de
Estado democrático: velar en fondo y forma por el bien común de los
españoles no es sólo un ideal sino un compromiso que le permita
realizar su vocación monárquica al tiempo que desterrar debates y
planteamientos interesados que obstaculicen el desarrollo de la
legitimidad constitucional que, por imperfecta que pueda ser, está
llamada a generar estabilidad y prosperidad a todos los ciudadanos.
Quizás por ello, más allá de
esta condición, trascendiendo los ruidos políticos y mediáticos,
sobresale una última precisión platónica que no sólo parece
atinada para un gobernante sino para todos los ciudadanos libres que
participan en debates y especialmente en el proceso de ejercer su
propia libertad y su propio destino político. Platón, en su diálogo
Menón, dice así: “El lenguaje impreciso no es sólo un error;
implanta el mal en las almas de los hombres”.