El primer campo de concentración nazi,
situado en Dachau (a pocos minutos de Munich) es hoy un memorial de
lo que ocurrió y nunca debió ocurrir. Su condición de monumento
concienciador se puede constatar desde el mismo instante en que el
acceso desde la capital es bastante fácil en transporte público. Y
lo cierto es que nada más llegar a la parada de bajada para visitar
el memorial comienzan a resonar los ecos de Dachau.
El primero y más evidente es el eco
turístico que hace recorrer un escalofrío de incertidumbre por si
uno está incurriendo en un trámite turístico. Para nada. Los
límites del campo imponen su crudeza y poco a poco el rumor se
transforma en un silencio sobrecogedor. Impresiona tocar la realidad
de un lugar tan terrible, pero el eco de Dachau es un canto
pedagógico y esperanzador: por un lado se erige en un lugar que todo
ser humano con entrañas debería visitar para constatar lo ocurrido
y asegurarnos de que no puede ocurrir nunca más; por otro lado, no
es menos emocionante sentir algo de la lucha psicológica y
sobrehumana de los presos para enfrentarse con dignidad y humanidad a
sus crueles carceleros.
No menos elocuente es el eco de la
locura y la paranoia que motivó una persecución y una represión de
tal magnitud. En Dachau, a la atrocidad de otros campos se le une la
condición de ser el campo experimental para los nazis. En él fueron
recluidos los primeros presos políticos, en una criba injusta que
tuvo como escenario la propia sociedad alemana y como cómplice el
silencio de sus ciudadanos. El contexto de crisis social, económica
y política que se vivía en aquella Alemania de finales de los años
20 y toda la década de los 30 es hoy un recordatorio de que por
encima de toda idea económica, social y política están los
Derechos Humanos y la dignidad humana que los pregona. Ciertamente en
Dachau, el famoso poema atribuido apócrifamente a Bertolt Brecht acumula una resonancia que le otorga un valor añadido a su moraleja
ética y humanizante.
Finalmente, un tercer eco reseñable es
el de la meta de la reconciliación. Si en un lugar así te acongoja
la crueldad de los nazis, mucho más te emociona el espíritu de
lucha de los reclusos. Pero especialmente edificante es el espíritu
de perdón y reconciliación que predominó entre aquellos hombres y
mujeres que podrían haber reunido cientos de razones para el rencor
y la venganza. En el recorrido por Dachau, la llamada a la no
reincidencia en la atrocidad y a la reconciliación entre las
personas y los pueblos, expresada en escrituras, templos religiosos y
esculturas, reina y es capaz de alzarse sobre la sombra de los
barracones y las letrinas, las cámaras de gas y los hornos
crematorios, logrando así dotar a su condición de memorial un
espíritu positivo.
Si el lector tiene oportunidad de
visitar un lugar así, mi recomendación es hacerlo. La fuerza
simbólica de estos lugares no puede sino tocar las entrañas de todo
ser que quiera llamarse humano. A mi gratitud a todas las personas
que dejaron sus ecos en Dachau para que hoy podamos aprovecharlos,
añado mi plegaria a Dios por ellos y por la justicia que ha de ser
capaz de revolverse ante la barbarie.