A gritos y, sobre todo, a empuje de
ignorancia y falta de respeto, un grupo de personas asaltó hace unos
días un colegio de salesianos en Mérida, proclamando su gran
propuesta epistemológica: “más filosofía y menos teología”.
Más allá de la majadería del acto, me parece útil plantearse qué
actitudes vitales y mentales pueden desprenderse de las relaciones
entre filosofía y teología.
La primera es, sin duda, la más
inmediata: hay quienes consideran que la filosofía es capaz de
desactivar a la teología. Tal opción adopta una postura
materialista que impide la exploración de ciertos temas que
pertenecen por ley la metafísica y que abren la puerta a una visión
religiosa y sobrenatural. Un ejemplo de esta posición es el ateísmo
filosófico, si bien el paso del tiempo ha puesto de manifiesto tanto
algunos de sus logros críticos como sus rotundos fracasos en mostrar
el carácter falso y nocivo de la fe y de la religión.
Una segunda postura es la que propaga
la postura opuesta: más teología y menos filosofía. Se trata de
una postura no poco frecuente en trabajos e instituciones que se
tildan de teológicas. Sin embargo, en cuanto atajo o apaño
epistemológico está condenado de por sí al fracaso y como señaló
en su momento el teólogo protestante Karl Barth puede hacer incurrir
al teólogo en el mayor de los ridículos, pues proporcional a su
talla epistemológica es el riesgo que asume en su quehacer.
Finalmente, otra actitud es la de
quienes consideran que la filosofía es una importantísima base
crítica de cualquier tipo de teología que pretenda considerarse
como tal. Ésta es, sin duda, la opción más interesante pues en el
diálogo razón-fe la aportación de la filosofía es decisiva para
evitar desvaríos fideístas y excesos racionalistas. Cuando la
filosofía y la teología se armonizan en su vuelo para otear de modo
veraz la realidad se erigen, en palabras de Juan Pablo II, en dos
alas sobre las cuales apoyar el vuelo hacia la verdad.
Nótese que la primera y la segunda
postura coinciden en una ceguera epistemológica que dificulta el
proyecto de conocimiento de la verdad, más allá de que por debajo
puedan existir otras intenciones menos admisibles. Es por esto que
el buen filósofo y el buen teólogo, como cualquier hombre de bien,
no se arredra ante patrañas y proclamas panfletarias, como las del
otro día en Mérida, que no resisten el más mínimo envite de un
criterio epistemológico medianamente serio.