Cualquier persona que tenga un mínimo
de sensibilidad, puede percibir con facilidad la enorme capacidad
sensitiva y afectiva de las personas afectadas por el síndrome de
Down. Su cariño y su alegría son más que comunes y con frecuencia
logran llenar de ternura los ambientes en los que se encuentran.
Es por ello que no resulte extraño que
se trate de personas que son muy queridas y acogidas por sus
entornos, si bien a veces la sociedad no siempre es capaz de mostrar
toda la comprensión que unas personas de tal condición demandan y,
sobre todo, merecen.
Esta situación de doble cara la veo
reflejada con cierta frecuencia en mis desplazamientos habituales en
el metro, cuando coincido con una joven muchacha con síndrome de
Down que se dirige a su ocupación (presupongo que laboral o
formativa) sumergida felizmente en las melodías de su reproductor
de música. La escena llega a su máximo esplendor cuando ella entra
en el vagón con gente medio dormida y la canción que escucha
alcanza su punto de apogeo y su escuchante la canta con voz potente
(como ocurre siempre que uno escucha música con auriculares) y de
forma tan apasionada como desafinada.
En ese momento, me uno a las personas
que se despiertan de verdad y esbozan una sonrisa sincera de quien se
alegra con la felicidad ajena. Y es que un momento como ese que no se
sabe bien si es maravillosamente incordiante o incordiantemente
maravilloso es uno de esos momentos donde podemos recordar que la
vida es del color del cristal con el que se mira. Y mi experiencia es
que las personas con síndrome de Down la ven con alegría, ternura e
ilusión. Eso es lo que podría catalogarse como que “lo Down es
Up”.