miércoles, 12 de octubre de 2011

La verdad del sacramento

El proceso de secularización que vive la sociedad actual hace que muchas personas tengan serios problemas para conectar y comprender la simbología y la eficacia de los sacramentos. Podríamos decir que si estos se definen como encuentros con Dios o como signos visibles de la presencia de Jesucristo en la vida, hay personas que no terminan ni de encontrase con Dios ni de visibilizar la presencia de Jesucristo en sus vidas a través de los sacramentos. Pero, ¿entonces podrían decir estas personas que los sacramentos son ineficaces o falsos?

En mi opinión los cortocircuitos espirituales que se producen entre algunas personas y los sacramentos, dejando a un lado las limitaciones de la Iglesia y sus ministros para hacerlos más evidentes, son de tres tipos: históricos, simbólicos y teológicos. El primero se refiere a la tendencia a soñar con vivir en un eterno presente que olvida el pasado y relativiza el futuro. El segundo evoca la planicie de muchos sujetos contemporáneos para hacer lecturas profundas de la realidad y que la comparten ámbitos como el religioso o el artístico. Y, finalmente, el tercero sufre el peaje de los dos anteriores pues sobre él recae la responsabilidad de hacer inteligible la conexión del sacramento con su historia personal y colectiva mediante la fuerza expresiva del símbolo referida a momentos, personas y gestos concretos.

Es en este último ámbito donde se puede plantear de modo más sublime la verdad del sacramento. Aflora así la experiencia personal, la de Dios y la del mundo y la vida que el sujeto posee y conforme a ella se hace la aproximación al sacramento.

Un ejemplo claro de esto es lo que en la tradición católica se ha entendido como validez o eficacia del sacramento ex opere operato. Es decir, por muy corrupta o inadecuada que haya sido la mediación humana y ministerial que ha procurado el sacramento, la voluntad libre y consciente del creyente que recibe el sacramento le sitúa de modo incuestionable ante Dios y la gracia que Éste le proporciona. De este modo, la relación estrecha y profunda entre Dios y el creyente no elimina sino que redefine la mediación eclesial y ministerial al lugar exacto que le corresponde, permitiendo que quede así subrayado el nivel fundamental de verdad del sacramento: la fe que vincula al creyente con Jesucristo.

Si esto estuviera medianamente claro en la mente y el corazón de muchas personas, nos evitaríamos anécdotas como las de un párroco que atendiendo por teléfono al padre de un niño al que bautizar, cansado de disquisiciones y pegas sobre los modos del mismo, le espetó claramente: “Ya sé que no me va a engañar a mí, y lo que es más importante, a su hijo tampoco”. Y es que la verdad del sacramento se basa en algo fundamental y que sabemos desde muy pequeños: se puede lograr engañar a los demás, pero no a uno mismo. Y todo esto, ex opere operato, por no hablar de las nulas posibilidades de engañar a Dios.