viernes, 26 de diciembre de 2014

Navidad contextual

En una felicitación navideña que entregaba a los alumnos de mi tutoría de Bachiller, incluía la siguiente frase: “Hay dos tipos de Navidad: las que tienen en cuenta a Dios y las que lo excluyen”. Sirva este punto de partida para realizar un acercamiento a la Navidad que no se deslice por los derroteros de la ñoñería o lo espiritualmente correcto.

Llama la atención la frecuente dificultad que muchos hombres y mujeres contemporáneos tienen/tenemos para gestionar la Navidad. Cierto es que mucho de esto tiene que ver con el consumismo, con las complejas relaciones familiares, con la adicción al trabajo y otros muchos factores, pero todos ellos son, en mi opinión, secundarios y accidentales, respecto al único factor decisivo de la Navidad que no es otro que el espiritual y su conexión con el Absoluto, esto es, con Dios. Y esta situación conlleva tal profundidad que no sólo afecta a los creyentes sino que tampoco excluye a los ateos e increyentes, y de ahí la magnitud de este malestar.

Espiritualidad y Navidad, o espiritualidad navideña, como toda espiritualidad auténtica no es lo que a uno le gustaría que fuese sino lo que realmente es /lo cual, por cierto, no es fácil de discernir). Y es ahí donde aparece Dios o, mejor dicho, es a partir de ahí desde donde tenemos que empezar a rastrear las huellas de Dios en nuestras vidas. Visto o leído así, no es extraño que el hombre contemporáneo experimente tanta dificultad para vivir la Navidad. Es por ello que me parece urgente la recuperación de una propuesta navideña que sea contextual.

Y, ¿en qué puede radicar dicho contexto? Se me ocurren algunos enfoques pero, sin duda, el más universal es el antropológico, entendiendo por tal, el que es capaz de hacer que cada persona pueda verse reflejada en el espejo experiencial que se le ofrece en la propuesta navideña original. Dicha propuesta nos remite a la antropología bíblica y a situaciones tan humanas como los sueños, el conflicto entre los planes personales y los planes comunitarios, la riqueza de la sencillez, la importancia de las promesas y del sentido, la adoración como consecuencia del reconocimiento de algo grandioso, etc.

En esta Navidad 2014, mi reflexión y mi ejercicio espiritual es profundizar, rezar y vivir desde esta clave contextual del misterio navideño. Ojalá que los frutos de la misma sean como la estrella que guía los pasos hacia el objetivo último de la Navidad que es conectar con el otro gran misterio cristiano: la Pascua.

domingo, 13 de julio de 2014

La traición de las creencias

Apelando a la célebre distinción orteguiana entre ideas y creencias, de un modo superficial por querer ser más directo al precio de ser menos preciso, últimamente me llama la atención el daño que algunas creencias de la sociedad actual está causando en personas, hombres y mujeres de carne y hueso. Ortega nos avisa de que recurrir exclusiva y acríticamente a las creencias puede sobrellevarnos a un estado de alienación que degenera en una vida inauténtica (nombre que Ortega da al fracaso y a la inmoralidad).

El bombardeo absolutista al que nos someten ciertas ideologías dominantes hacen pagar un alto precio personal y existencial a personas, entre las que se incluyen gentes con formación y espíritu crítico, que pese a todo ceden al empuje teórico de la ideología aunque la obstinación de la realidad les lanza constantes señales de que la opción adoptada es errónea.

Traigo como ejemplo el caso de la maternidad/paternidad (más el de la maternidad, por razones contemporáneas patentes) y la inmensa cantidad de personas que han hipotecado o sacrificado su proyecto vital en aras de una visión ideológica que por muy atractiva y poderosa que se muestre en lo teórico, acaba haciendo aguas en lo práctico y estrictamente vital. Es cada vez más notorio el número de personas que se lamentan de esta situación: parejas o individuos que apuran sus opciones de ser padres/madres o personas que se encuentran solas o simplemente han sacrificado su vida personal en el altar de su vida profesional, son los casos más frecuentes.

Más allá de esta denuncia, que puede ilustrarse con otros muchos ejemplos, se proyecta otra más profunda que señala a aquellas víctimas de la ideología que de modo consciente o inconsciente, persisten en la defensa vehemente de sus creencias, erigiéndose en portavoces y colaboradores de la misma. Es este caso el ejemplo de la traición de las creencias, pero mucho peor aún, de la traición de uno mismo y de la verdad radical que, como diría Ortega, reside en la vida.

En esas encrucijadas vitales, tiene su frontera preferencial la gracia y en ellas ha de hacerse manifiesta su presencia en la acción evangelizadora de la Iglesia, tal y como ha preconizado la Doctrina Social de la Iglesia.

lunes, 23 de junio de 2014

Una visión idealista de Felipe VI

No hace falta ser un gran conocedor de la filosofía ni de la política para saber que su relación nunca ha sido fácil. Al contrario, ha sido una relación más bien tormentosa e incluso antagónica. De hecho, podría decirse que la filosofía vive de su amor por la sabiduría y por la verdad, mientras que, desgraciadamente, la política (“con minúsculas”, como diría Ortega, precisamente una de las víctimas más ilustres de esta relación) se nutre de la ignorancia y de la mentira. En definitiva, mientras la filosofía busca ahondar en el meollo más auténtico de la cuestión, la política se recrea en el recurso a las etiquetas y a los prejuicios equívocos.

Sin embargo, lo más apasionante de esta relación es que ambas dirimen sus fuerzas en el inefable terreno de la realidad, donde la política esgrime la potencia de su dialéctica mediática frente a la obstinación crítica y discrepante de la filosofía que, casi más por anciana que por sabia, es capaz de esperar pacientemente los frutos de su reflexión.

Precisamente, en el juego mediático propuesto a partir de las etiquetas republicana y monárquica, que trata de mantener a los ciudadanos distraidos y apasionados, surge un rayo de luz filosófico esbozado hace más de 2400 años por Platón, otro filósofo que fue víctima de sus escarceos con la política. ¿Quién hubiera podido sospechar que la teoría política de Platón podría contribuir varios siglos después a ofrecer una visión más serena, mejor dicho idealista -en honor a su pensamiento-, del acceso al trono del rey Felipe VI?

Sin duda, el rasgo más característico de la filosofía política platónica es su propuesta de una aristocracia intelectual. Si hay algo que Platón tenía claro desde su perspectiva idealista es que quien aspirase a ser el filósofo-rey no sólo había de ser capaz de serlo sino que había de involucrarse en un proceso formativo que garantizara y procurara tal capacidad. Así, en el ciclo educativo que tenía en mente el filósofo ateniense, el gobernante había de estar preparandose para su tarea durante treinta y cinco años que se desglosaban de la siguiente manera: los veinte primeros procuraban una formación elemental que recibían quienes formasen parte de la clase ciudadana y militar recibiendo una cultura física, moral e intelectual; los diez posteriores procurarían una selección de candidatos a gobernantes en función de materias como aritmética, logística, geometría, astronomía, entre otras; y, finalmente, los últimos cinco años concedían el auténtico poso de un gobernante en virtud del estudio de la dialéctica.

Este aspecto es decididamente relevante en la actualidad hasta tal punto que ni los detractores de la monarquía ignoran que es un factor diferencial respecto a los posibles candidatos a una supuesta presidencia republicana -pues ninguno de ellos podría avalar una preparación tan completa y adecuada para la función- ni los partidarios más afines a Felipe VI (como la infanta Critsitna y su marido Iñaki Urdangarín) e incluso el propio interesado han dejado de recordarnos que el único destino de la preparación a la que había consagrado su vida era llegar a desempeñar la función para la que había sido designado no sólo dinástica sino también constitucionalmente.


Pero ésta no es la única analogía con el pensamiento político de Platón, aunque sí la más directa. Otras son más colaterales, como la que habla de la condición mixta de la enseñanza y que en condiciones normales establecería de modo teórico el acceso de una mujer a la función gobernante, cosa que en el caso de nuestra monarquía parlamentaria se encarnará en la futura sucesión prevista.


Sin embargo, el último guiño platónico viene de la mano de la postura más idealista de Platón en su pensamiento político y que va asociada a su interpretación de la historia que en coherencia con su estilo de pensamiento considera que la historia va a peor y, dentro de ella, la política no es una excepción. Desencantado por su experiencia política con el tirano de Siracusa, Platón explica que todo sistema político pasa por un ciclo degenerativo que va desde una Edad de Oro a otras etapas o estados menos interesantes. De esa explicación podemos extraer dos detalles muy significativos. El primero es que aristocracia y monarquía van de la mano ya que entre los mejores, el monarca es el uno, el mejor. Si el monarca ejerce bien su gobierno, estará a la altura aristocrática de su función. De lo contrario, el ciclo degenerativo se pondrá en marcha y sobre él se cernirían serias amenazas que se han comprobado ciertas a lo largo de la historia. De todas ellas, hoy algunas se perciben indudablemente muy lejanas o irreales, pero hay otras que son más verosímiles. La principal, y probablemente la más cuestionada por Platón, es la que se muestra como una democracia que no es, en su opinión, sino el gobierno de los menos aptos en provecho de intereses particulares, razón por la que Aristóteles, el principal discípulo de Platón, denominó demagogia a la democracia que servía a los intereses ilegítimos en lugar de apostar por el bien común.


De todo ello, se establece una condición filosófica que no sólo Platón sino cualquier ciudadano establecería como elemental para asumir la función de un Jefe de Estado democrático: velar en fondo y forma por el bien común de los españoles no es sólo un ideal sino un compromiso que le permita realizar su vocación monárquica al tiempo que desterrar debates y planteamientos interesados que obstaculicen el desarrollo de la legitimidad constitucional que, por imperfecta que pueda ser, está llamada a generar estabilidad y prosperidad a todos los ciudadanos.

Quizás por ello, más allá de esta condición, trascendiendo los ruidos políticos y mediáticos, sobresale una última precisión platónica que no sólo parece atinada para un gobernante sino para todos los ciudadanos libres que participan en debates y especialmente en el proceso de ejercer su propia libertad y su propio destino político. Platón, en su diálogo Menón, dice así: “El lenguaje impreciso no es sólo un error; implanta el mal en las almas de los hombres”.