martes, 23 de febrero de 2010

Una Cuaresma según San Lucas

El año litúrgico C nos propone el evangelio de San Lucas como fundamento espiritual. Dicho evangelio reúne entre sus características el haber sido escrito para unos destinatarios –los gentiles- a los que se les ofrece la experiencia de fe de un Evangelio que nunca se impone sino que siempre se propone como oferta salvadora de Dios.

Si el miércoles de ceniza se nos apeló a la conversión del corazón, debemos consecuentemente preguntarnos quién tiene la llave de nuestro corazón o, por el contrario, si está cerrado con toda seguridad para evitar sorpresas vitales.

Para ello, el primer domingo de Cuaresma (Lc 4,1-13) introduce el periodo de Cuaresma, como es tradicional, con el relato de las tentaciones (el materialismo, el poder y la idolatría). Lo cotidiano de la tentación nos sirve como espejo autocrítico en un contexto espiritual privilegiado –el desierto- que, frente a la falsedad de las tentaciones, se muestra como espacio de vida y libertad, como lugar de encuentro con uno mismo, con la verdad, con Dios. ¿Con quién te encuentras cuando vas al desierto?

Al igual que cuando vibra nuestro corazón, se refleja en el rostro, cuando nos implicamos en la conversión, nuestro ser experimenta una Transfiguración (Lc 9,28-36) Con ella disfrutaremos de una semana de luz que no sólo da calor sino que también ilumina, de modo que evita otro tipo de calores que pueden ser síntoma de comodidad o de aburguesamiento. Sin embargo, la iluminación espiritual siempre acaba poniendo todo de manifiesto, incluso aquello que no queremos ver. ¿Sigues sin verlo? ¿No puedes o no quieres verlo?

El tercer domingo de Cuaresma pondrá sobre la mesa, mediante la parábola de la higuera estéril (Lc 13,1-9), el análisis de nuestros proyectos y relaciones personales. ¿Es la fecundidad o la esterilidad la que predomina en ellos? La Cuaresma es tiempo de oración, ayuno y limosna de fraternidad, y si esto fuera poco, siempre queda una apelación a una nueva oportunidad: “Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante”. ¿Estás abierto a dar y recibir nuevas oportunidades?

No obstante, si alguien nos ha enseñado a cuidar la fraternidad de un modo especial, ese ha sido Lucas con su insistencia en el valor de la misericordia. De ahí que la cuarta semana nos traiga la parábola del hijo pródigo (Lc 15,1-3.11-32), que no por bien sabida, dejar de insistirnos en que no hay muros suficientemente fuertes para obstaculizar los caminos de amor que Dios propone para el hombre, ni para desterrar de nuestros corazones la necesidad de fraternidad entre todos los hombres. ¿Estamos abiertos a reconocer la necesidad de los hermanos en nuestra vida?

Precisamente, la misericordia y la fraternidad evocan lo mejor y lo peor que puede brotar del corazón del hombre. El sugerente relato de la escena de la mujer adúltera (tomada de Jn 8,1-11, aunque sabemos que es un tema tratado por Lucas, conocido como el evangelista de las mujeres) pondrá de manifiesto que la auténtica vida es la que logra mostrar el nuevo orden de todas las cosas. Con su serenidad y audacia, Jesús nos enseña que nada es lo que parece si se contempla desde el amor misericordioso y que por ello no se puede aspirar a vivir la auténtica vida sin apostarla totalmente. ¿Sabemos ya por quien vamos a apostarlo todo?

Por último, este recorrido cuaresmal con Lucas no puede acabar sino con la subida a Jerusalén para celebrar la Pascua con Jesús y todos sus discípulos. Ojalá que cuando lleguemos al Domingo de Ramos, mientras escuchamos su relato (Lc 22,14 - 23,56), nos sintamos vigorizados y listos para dar el gran salto pascual: saltar con Jesús Resucitado de la muerte a la vida.

martes, 9 de febrero de 2010

¿Contratar a Jesucristo?

No son pocas las veces en las que existe la sensación de que somos exagerados en las expectativas que depositamos en nuestros proyectos y/o en los demás. Una de esas ocasiones la percibo en los intentos de algunas instituciones eclesiásticas por evangelizar en y desde sus diferentes entidades: colegios, universidades, clínicas, residencias, etc. En concreto, me refiero a las propuestas laborales en las que se piensa que un cambio de rumbo drástico o la contratación o asignación de una persona presuntamente competente puede reconectar el proyecto con unos orígenes y unos ideales de los que, quizás, nunca debió distanciarse. ¡Se llega a pensar que una persona o lo que significa puede erigirse en el salvador de ese proyecto o institución! Habría acaso que preguntarse si quienes así proceden pueden llegar a sentirse, inmersos en su ceguera maquiavélica, tan poderosos e importantes como para plantearse contratar a Jesucristo para que trabaje para ellos.

Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. El evangelio del pasado domingo nos ofrece a este respecto una preciosa clave de interpretación. En el relato de "la pesca milagrosa" (Lc 5, 1-11), los discípulos –y entre ellos Pedro, ocupando un papel protagonista- se desesperan porque después de estar bregando toda la noche, no habían pescado nada. Pero Jesús, lejos de recurrir a palabras vacías, les pide un esfuerzo extra (“Boga mar adentro”) y sobre todo que confíen en la fecundidad de su palabra. Ante la fuerza de la palabra de Jesús que posibilita el éxito de su acción, los discípulos toman conciencia de su vocación (la voz que suscita, anima y sustenta nuestra acción vital). Su misión es seguir a Jesús para llegar a ser pescadores de hombres.

El seguidor de Jesús sabe que su cometido es rastrear y seguir sus huellas. Sabe que media un abismo entre seguir al Mesías y pretender que sea éste quien se amolde a sus pretensiones. Es la distancia que nos pone en la senda de la gracia o nos hunde en la trampa del pecado. Y es que no es lo mismo ser contratado por Dios, el dueño de la viña, que pretender contratar a Dios, pues aunque los discípulos suben a Jesús en su barca, se les escapa que Él ya estaba allí antes de que ellos repararan en la fuerza de su presencia salvadora.

Vivir la vida desde la gracia implica recordar que la salvación, tanto propia como ajena, hay que procurarla y merecerla como si dependiera de uno mismo, pero sin olvidarse de que depende totalmente de Dios. Cuando acometemos proyectos personales o comunitarios debemos salir de nuestras ambiciones egoístas y recordar que vayamos donde vayamos y hagamos lo que hagamos, Dios ya estaba allí antes que nosotros.

martes, 2 de febrero de 2010

Claustrofilia

En el día de La Presentación del Señor, jornada de la vida consagrada, recupero este texto escrito hace años, dedicado a tantas personas que hacen de su entrega a los demás en comunidad una auténtica consagración.

El jadeo de Sor Consolación era, junto al murmullo del agua y los cantos de los pajarillos, el único ruido que quebrantaba el solemne silencio del monasterio. Había bajado las escaleras corriendo y su turbación era tal que ni siquiera los repiques de campana para la comunicación interna entre las monjas la sacaban de su estado absorto. Hacía semanas que notaba lo que las monjas llamaban “sequedad en la oración”, un colapso contemplativo que según su experiencia era normal y usualmente premonitorio de futuros períodos de riqueza mística. El calor, el cansancio de un año agotador y el estrés espiritual la agobiaban y nublaban su mente con la estremecedora sensación de una crisis vocacional y de pertenencia a la comunidad que había sido su hogar durante treinta años.

Aquella tarde era la primera vez en mucho tiempo que se había escabullido de sus labores en los trabajos comunitarios. Lo que ni la enfermedad había logrado, lo hacía ahora la angustia que experimentaba. Sentada en una galería de aquel claustro románico, comprendía con claridad el sentido de la palabra ‘claustrofobia’.

Intentando calmar esa sensación, repasaba mentalmente los salmos que conocía al dedillo. Fue la sed la que la condujo hasta la fuente que presidía simbólicamente el centro del claustro. La frescura del agua la ayudó a reaccionar. Pensaba en el agua como fuente de vida y saboreaba la experiencia de lo trascendente mientras acariciaba el tronco y disfrutaba la sombra refrescante del ciprés centenario que rascaba el cielo, auténtica bóveda del monasterio y su canto orante. Empujada por aquellas sensaciones comenzó a recorrer cada recodo del claustro. Rememoró la seducción que un día le trajo al monasterio al ver las escenas bíblicas y de la vida de San Bernardo talladas por un maestro cantero medieval en las esquinas y en los capiteles del claustro. Suspiró emocionada mientras apoyaba su espalda cansada en la puerta de la biblioteca en la que disfrutaba de sus ratos de estudio. Y así hasta que completó –cuasi taurinamente- la vuelta al claustro.

Mientras sentía latir con fuerza su corazón, escuchó la campana que llamaba a vísperas. El hormigueo de hermanas en procesión hacia la iglesia, le recordó que su íntima procesión vespertina estaba vinculada a la de ellas. Entró y al verlas reunidas orando al Señor, entendió que todas ellas compartían la misma senda divina. Supo entonces que para superar la claustrofobia, nada había mejor que buscar la amistad del claustro, la claustrofilia.