lunes, 8 de agosto de 2011

El árbol de Santo Domingo

Quienes viven y conocen lo que es la Familia Dominicana (expresión amplia y menos legalista de la Orden de Predicadores) la suelen expresar como un árbol frondoso cuya raíz es Jesucristo, su tronco común es su fundador Santo Domingo de Guzmán y sus ramas son las diferentes formas de pertenencia a esta realidad expresiva de la variedad y riqueza del carisma dominicano: las monjas contemplativas, los frailes, los seglares, las hermanas de vida apostólica y, por último, las fraternidades sacerdotales; sin perder de vista otros brotes que a su manera dan frutos modestos pero valiosos.

En algunos lugares del mundo, el árbol dominicano tiene buena salud y sus ramas son más frondosas, obteniendo frutos más jugosos. Sin embargo, en otras partes, las ramas presentan un aspecto más enfermizo y sus frutos en general poco jugosos con ciertos síntomas de podredumbre.

Extrapolando ambas realidades y haciendo una lectura teológica, podemos deducir que se puede dar por hecho que la raíz y el tronco del árbol no son el problema pues su salud vigente está fuera de toda duda. ¿Quién duda de que el Evangelio y el carisma dominicano tienen mucho que ofrecer al mundo?

Por ello, es bastante probable que el problema esté en la conexión entre la raíz y el tronco con las ramas. La historia del carisma dominicano, más visible y patente desde el siglo XIII, nos enseña que en las instituciones y los individuos en los que brillaron y predominaron los más excelsos valores dominicanos los frutos fueron cuantiosos y de calidad. Entre otras muchos, predicación, estudio, comunidad, oración, mendicancia, itinerancia, compasión y, sobre todo, mucha misericordia son la savia revitalizadora que garantizan la presencia activa y significativa del carisma de Domingo, el carisma de la predicación en medio del mundo.

Hoy, en el siglo XXI, el trasfondo de la vigencia y la pertinencia del carisma dominicano no es tan distinto ni más complejo de lo que era en el siglo XIII o en otros muchos momentos de la historia. Y para no caer en derrotismos simplistas, quizás deberíamos recordar no sólo que el grano disperso da fruto y amontonado se pudre, sino también que el grano ha de morir para dar buen fruto. Seamos miembros sanos o podridos del árbol dominicano, nuestro último destino, en nombre de la misericordia de Dios y de nuestros hermanos, es común: ser examinados por el fruto aportado para la instauración del Reino de Dios.

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