martes, 26 de marzo de 2013

Silencio que habla


Hace más de tres semanas que mi blog está en silencio y, sin embargo y de modo paradójico, nunca dijo tantas cosas. ¿Qué puede haber más importante que la acción predicadora? ¿Quién o qué tiene autoridad para acallar la predicación hasta el silencio más absoluto?

Obviamente tiene que ser algo muy grande, algo muy importante, algo que nos trasciende, nos supera, nos deja callados (si es que no nos deja con la boca abierta). Algo que en fenomenología de la religión se denomina como misterio y que tiene una doble vertiente, a la vez antagónica y complementaria: mysterium tremens y mysterium fascinans.

Más allá de lo “muy importante” material (como las obligaciones del quehacer cotidiano o la crisis del euro) y más allá incluso de lo “muy importante” espiritual (como la elección y acalamación de un nuevo papa o el ritmo cotidiano del propio espíritu) hay algo/alguien todavía más relevante que lo “muy importante”.

Esa realidad omniabarcante se manifiesta de forma “tremenda” y “fascinante”, esto es, rompe los esquemas y empuja a dar lo mejor de uno mismo. Y lo más tremendo y fascinante de su manifestación es que no se expresa de forma ostentosa o llamativa sino incluso de un modo especialmente sutil, humilde y sencillo.

Y he aquí entonces la mayor experiencia de fe, la mayor experiencia de Dios, que un creyente, que un ser humano pueda tener. Pero, por si fuera poco y a modo de ejercicio crítico, el predicador no puede permitirse el lujo de dejarse llevar por lo efímero y superficial de esta experiencia fundante, sino que ha de saborearla para intentar comprenderla en la máxima magnitud posible (que nunca es total y absoluta) y cerciorarse de que se conecta de modo adecuado con su mensaje experiencial.

Y es entonces cuando el silencio, que quiere adentrarse de modo honesto en el misterio, habla, clama o, mejor dicho, proclama la experiencia de Dios...

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