Hace más de tres semanas que mi blog
está en silencio y, sin embargo y de modo paradójico, nunca dijo
tantas cosas. ¿Qué puede haber más importante que la acción
predicadora? ¿Quién o qué tiene autoridad para acallar la
predicación hasta el silencio más absoluto?
Obviamente tiene que ser algo muy
grande, algo muy importante, algo que nos trasciende, nos supera, nos
deja callados (si es que no nos deja con la boca abierta). Algo que
en fenomenología de la religión se denomina como misterio y que
tiene una doble vertiente, a la vez antagónica y complementaria:
mysterium tremens y mysterium fascinans.
Más allá de lo “muy importante”
material (como las obligaciones del quehacer cotidiano o la crisis
del euro) y más allá incluso de lo “muy importante” espiritual
(como la elección y acalamación de un nuevo papa o el ritmo
cotidiano del propio espíritu) hay algo/alguien todavía más
relevante que lo “muy importante”.
Esa realidad omniabarcante se
manifiesta de forma “tremenda” y “fascinante”, esto es, rompe
los esquemas y empuja a dar lo mejor de uno mismo. Y lo más tremendo
y fascinante de su manifestación es que no se expresa de forma
ostentosa o llamativa sino incluso de un modo especialmente sutil,
humilde y sencillo.
Y he aquí entonces la mayor
experiencia de fe, la mayor experiencia de Dios, que un creyente, que
un ser humano pueda tener. Pero, por si fuera poco y a modo de
ejercicio crítico, el predicador no puede permitirse el lujo de
dejarse llevar por lo efímero y superficial de esta experiencia
fundante, sino que ha de saborearla para intentar comprenderla en la
máxima magnitud posible (que nunca es total y absoluta) y
cerciorarse de que se conecta de modo adecuado con su mensaje
experiencial.
Y es entonces cuando el silencio, que
quiere adentrarse de modo honesto en el misterio, habla, clama o,
mejor dicho, proclama la experiencia de Dios...
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