miércoles, 26 de agosto de 2009

Monjes para todos

Cuando uno conduce desde Madrid por la A-2 y está a punto de abandonar la provincia de Soria para entrar en Aragón, se encuentra con el pueblo de Santa María de Huerta, que alberga, presidiéndolo majestuosamente, un monasterio cisterciense masculino homónimo. Allá viven un grupo de monjes trapenses que, como narraba Timothy Radcliffe OP en uno de sus bellos escritos sobre la vida monástica ante la pregunta sobre qué hacían los monjes dentro de los muros del monasterio, pasan el día “cayéndose y levantándose, cayéndose y levantándose”.

Los monjes de Huerta (con un grupo de 5 ó 6 monjes jóvenes, para información de los chismosos y los estudiosos de la estadística) son como son, ni mejores ni peores. Pero sí tienen algo que, a mí por lo menos me ha gustado: ganas de interactuar con el mundo. La tentación monástica (tender hacia el “mono”) intenta ser vencida por la proyección monástica (ser impulsado por Dios hacia el encuentro con los hombres y viceversa). Dicho de modo más popular y poético, lejos de rendirse al “más vale sólo que mal acompañado”, un monje que dedica seis horas diarias -como mínimo- a hablar con Dios no puede olvidar que “lo importante no es llegar solo ni pronto, sino con todos y a tiempo”.
El caso es que el monasterio de Huerta ofrece -entre otros medios, por internet- un curso de Vida monástica, abierto a todo tipo de gente (es mixto, para más información de los chismosos) con los únicos requisitos de sentir respeto e interés genérico -¡no se me asusten!- por este tipo de vida. Hace unas semanas un grupo de quince personas realizamos este cursillo que consiste en algo tan evidente como compartir en la medida de lo posible el estilo de vida de los monjes, todo ello acompañado de una serie de charlas sobre la Historia de la vida monástica, la Liturgia de las Horas, la espiritualidad monástica, la oración, etc.


Como es sabido, el “ora et labora” de la Regla de San Benito dinamiza toda la jornada,. El “ora” ofreciendo seis momentos litúrgicos (con las míticas vigilias de las 5 de la mañana, que yo recé en posición horizontal saboreando mi salmo favorito: “Dios se lo da a sus amigos mientras duermen”) intensos, con nivel digno de canto y elevación espiritual a son de órgano y chutes de incienso. El “labora” endulzando las horas del trabajo elaborando la mermelada artesanal que realizan los monjes y que junto a su oración y su hospitalidad suponen una de las cartas de presentación de la comunidad a quienes quieran conocerles.

Se trata de una iniciativa que, parece ser, dura ya veintitrés años y que sigue respondiendo a la inquietud de la gente por conocer más y mejor este tipo de vida. Conocimiento mutuo, aunque asimétrico, entre los monjes y sus huéspedes, por un lado, y cultura religiosa y ambiente espiritual de calidad por otro, son algunos de los atractivos de esta iniciativa que puedo afirmar que no ha sido al único que ha satisfecho. De hecho, se trata de una idea que muchos monasterios deberían estudiar, si bien estas aventuras requieren convicción y ganas de querer compartir tanto lo bueno como algo de lo menos bueno.

Otra cuestión interesante es haber conocido las fraternidades de laicos cistercienses. Personalmente me quedo con dos cosas: la primera es que la vida contemplativa puede ser tan o más compartida que la vida activa o apostólica; y la segunda es que las dificultades para conciliar los distintos tipos de vida dentro de un carisma apadrinado por una orden religiosa son bastante parecidos en todas las familias religiosas. Si se quiere entender cada tipo de vida como el agua y el aceite, sólo puedo decir que visto desde la polaridad, ambos no llegarán a estar totalmente juntos nunca, pero que si se ven desde dos componentes que son buenos para la vida y la nutrición, son totalmente válidos, necesarios y complementarios.

Al volver a casa, uno se lleva en su maleta algunas píldoras de sabiduría contemplativa: el silencio es el espacio de la palabra. Espacio profundo en el que buscar y sobre todo en el que poder encontrarse o, mejor aún, ser encontrado por Dios. Mas por forma de ser y carisma sigo pensando que el silencio no es otra cosa que otra forma de ruido. Las iglesias o capillas cistercienses tienen su fuerza pero yo me desenvuelvo mejor en los vagones del metro, capillas itinerantes en las que distinguir diferentes ruidos es decisivo para poder escuchar las palabras de quienes por más que griten no logran hacer resonar su propia voz. Pero todo esto adquiere mucha mayor riqueza y relevancia sabiendo que en medio de la meseta, intercalados entre los susurros del Moncayo, se escuchan los cantos y rezos de unos monjes que quieren vivir abiertos a todo y a todos. Algo que todos deberíamos conocer y muchos agradecer: son monjes para todos.

3 comentarios:

  1. ¿¡Qué decirte Miguel!? Que, como siempre, con maestría, simplicidad y autenticidad, has sabido dar en el clavo. Todo me resuena y me hace recordar. Fue así, es cierto, doy fe de ello. Apunto, simplememente y con convencimiento, y llamo la atención sobre el eco que resonaba tras cada estrófa entonada en la liturgia. Un eco que evocaba, más allá del rezo, una palabra melódica que consolaba y dirigía al alma, inevitablemente, hacia el Misterio,hacia la experiencia de Dios.

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  2. Genial. En un par de semanitas probaré la experiencia en el Monasterio de Monte Sión en Toledo. Con vivirla en la medida del comentario de jochag, me daré por satisfecha...que no es poco.

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  3. ¡Hola, Miguel!

    Me ha hecho mucha ilusión ver tu web y leer tu texto sobre Huerta y los cursos de vida monástica. No sé cuál hiciste, de los de este verano 2009, creo. Soy laica cisterciense de Huerta y vivo cerca de allí, a media hora. A ver si vuelves pronto y te reconozco por la capilla o en la hospe. El once de octubre canonizan al hermano Rafael, ya sabes, y será una fiesta cisterciense en el Vaticano, qué bien.

    Bueno, un saludo y seguiré tu web. Isabel M.G.

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