martes, 2 de febrero de 2010

Claustrofilia

En el día de La Presentación del Señor, jornada de la vida consagrada, recupero este texto escrito hace años, dedicado a tantas personas que hacen de su entrega a los demás en comunidad una auténtica consagración.

El jadeo de Sor Consolación era, junto al murmullo del agua y los cantos de los pajarillos, el único ruido que quebrantaba el solemne silencio del monasterio. Había bajado las escaleras corriendo y su turbación era tal que ni siquiera los repiques de campana para la comunicación interna entre las monjas la sacaban de su estado absorto. Hacía semanas que notaba lo que las monjas llamaban “sequedad en la oración”, un colapso contemplativo que según su experiencia era normal y usualmente premonitorio de futuros períodos de riqueza mística. El calor, el cansancio de un año agotador y el estrés espiritual la agobiaban y nublaban su mente con la estremecedora sensación de una crisis vocacional y de pertenencia a la comunidad que había sido su hogar durante treinta años.

Aquella tarde era la primera vez en mucho tiempo que se había escabullido de sus labores en los trabajos comunitarios. Lo que ni la enfermedad había logrado, lo hacía ahora la angustia que experimentaba. Sentada en una galería de aquel claustro románico, comprendía con claridad el sentido de la palabra ‘claustrofobia’.

Intentando calmar esa sensación, repasaba mentalmente los salmos que conocía al dedillo. Fue la sed la que la condujo hasta la fuente que presidía simbólicamente el centro del claustro. La frescura del agua la ayudó a reaccionar. Pensaba en el agua como fuente de vida y saboreaba la experiencia de lo trascendente mientras acariciaba el tronco y disfrutaba la sombra refrescante del ciprés centenario que rascaba el cielo, auténtica bóveda del monasterio y su canto orante. Empujada por aquellas sensaciones comenzó a recorrer cada recodo del claustro. Rememoró la seducción que un día le trajo al monasterio al ver las escenas bíblicas y de la vida de San Bernardo talladas por un maestro cantero medieval en las esquinas y en los capiteles del claustro. Suspiró emocionada mientras apoyaba su espalda cansada en la puerta de la biblioteca en la que disfrutaba de sus ratos de estudio. Y así hasta que completó –cuasi taurinamente- la vuelta al claustro.

Mientras sentía latir con fuerza su corazón, escuchó la campana que llamaba a vísperas. El hormigueo de hermanas en procesión hacia la iglesia, le recordó que su íntima procesión vespertina estaba vinculada a la de ellas. Entró y al verlas reunidas orando al Señor, entendió que todas ellas compartían la misma senda divina. Supo entonces que para superar la claustrofobia, nada había mejor que buscar la amistad del claustro, la claustrofilia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario