Uno de los regalos de la paternidad ha
sido poder ver cada día gestos y detalles de la nueva vida que
refrescan algunos ya vividos y despiertan otros ya adormecidos.
Encontrarse cara a cara cada vez con un bebé no deja de ser un
momento muy gozoso y afortunado pero también un momento que
requiere, entiéndase bien, el coraje de apostar por la vida que se
ofrece y se despliega frente a nosotros sin que la podamos entender
todo lo que quisiéramos o, más aún, pudiéramos.
En mi caso, puedo estar bien feliz
porque en casi todos los despertares soy recibido con una sonrisa
plena y luminosa que contagia todo lo que contienen que no es otra
cosa que las ganas de vivir, de aprovechar cada minuto del día para
reír, para jugar, en definitiva, para vivir con plenitud.
En estos días de septiembre, en el que
muchos nos estamos haciendo a la idea de volver a nuestra rutina, es
también una oportunidad de evaluar cómo están nuestras ganas de
vivir y en qué medida apostamos por ellas y hacemos lo posible para
que los demás también puedan vivirlas y contagiarlas.
Y es que hay cosas
grandes que se dirimen en los detalles pequeños. Quizás por eso un
feliz bebé me ha proporcionado esta sencilla lección de vida que
hoy comparto y reasumo en el espíritu de Jesús de Nazaret expresado
en que “de los que son como niños es el Reino de los Cielos”
(Mt 19,14).
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