El evangelio de este domingo pasado (17
de noviembre) acaba con una sentencia muy gráfica y no siempre fácil
ni de interpretar ni de aplicar: “El que persevere hasta el final,
se salvará” (Lc 21, 19).
Y digo que no es fácil de interpretar
ni de aplicar porque providencia y perseverancia no son conceptos
teológicos que seduzcan al ser humano por la epidermis teológica
sino que requieren mucha profundidad, mucha contemplación y mucha
sabiduría teologal que no siempre son fáciles de alcanzar cuando el
creyente vive en el barullo de lo cotidiano, del ruido mediático y
de los bandazos sociales.
Lejos de pretender una entrada
analítica y exhaustiva sobre tan compleja cuestión, me quiero
apoyar en una visión cinematográfica de gran hondura estética y
simbólica que seguro no deja a nadie indiferente. Me refiero a la
preciosa escena evocadora de la última cena en la película francesa
De dioses y hombres en la que los acordes de El lago de los cisnes
emocionan al espectador de forma superlativa.
Esta emoción teologal no alcanza su
máximo nivel por la estética de la escena, ni por la peculiaridad
de la historia que es aún más significativa dado que está más que
basada en una historia real (la del martirio de los monjes
cistercienses de Tibhirine), sino por la repercusión directa y
existencialista en la propia biografía del creyente que entiende que
no hay providencia sin perseverancia. Y es que la providencia
entendida como designio divino conlleva un compromiso vital que
otorga relevancia sagrada a la propia vida y a la de los demás de
modo que el propio compromiso es la única puerta (¡aunque a veces
muy estrecha en comparación con la anchura de las excusas y las
huidas) para acceder a la salvación. ¡Y si no que se lo digan al
propio Jesús de Nazaret en su conflicto mesiánico en el Huerto de
los Olivos!
Cuando el cristiano comprende que
entregar la vida es vivir en plenitud, llora por su desconcierto,
pero en el fondo de su alma, comienza a reír por su auténtica
salvación. ¿Duro?, No, muy duro, pero a la vez apasionante y
exigente a la altura de la vida que Dios nos promete y nos ofrece y
que desde nuestra humilde atalaya humana no siempre somos capaces
siquiera de atisbar y menos aún de comprender del todo.
Dejo aquí el enlace a la preciosa escena y dado que en estos días algunas instituciones, entre ellas
alguna muy querida, celebran la fiesta de la Providencia, junto a mi
esperanza en que guste la escena, envío mis mejores deseos para
todos.
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