“Si se cree y se trabaja, se puede”. Con estas palabras tan
directas, un entrenador de fútbol conmueve a una masa de aficionados
apoyado, entre otros argumentos, en la experiencia directa y común
de quien lo ha vivido y compartido en su vida cotidiana. Es la
versión mediática, actual y futbolera de lo que un viejo refrán
castellano expresa como “A Dios rogando y con el mazo dando”.
Pero, ¿qué enjundia teologal esconden estos tres momentos?
1) La FE. Se dice, y no con poca razón, que el primer paso de un
gran proyecto es el más difícil. Traducido al discurso que nos
ocupa, se puede decir que no siempre es fácil creer en la viabilidad
de un proyecto, ¡ni siquiera incluso cuando se supone que Dios está
detrás de nosotros apoyando! Y es que la fe es un arte de equilibrio
dinámico entre extremos perniciosos como la credulidad, el
fatalismo, el realismo y otros muchos que ponen las cosas muy
difíciles al creyente. No obstante, el sentido bíblico más genuino
de la fe ofrece un criterio discriminador casi infalible: en la
Biblia la fe no se opone a la increencia, sino que se opone al miedo.
Mientras que éste paraliza, la fe moviliza y pone en camino tras las
huellas de Dios. Así pues, tener fe es no tener miedo y hacer
nuestras las palabras del arcángel: “No temas, para Dios nada
hay imposible”.
2) El TRABAJO. El componente trabajo es un aspecto esencial de la
humanidad, Hasta tal punto que posiciones tan alejadas como marxismo
y cristianismo, encuentran en su auténtica dimensión un medio
preferencial de realización del hombre. En cristiano, el trabajo es
una forma especial de encarnar la fe y de implicarse en el proyecto
salvífico que Dios tiene para cada persona. Trabajar es actuar por,
desde y en el Reino de Dios y por ello es un acto cómplice de la
humanidad que busca el horizonte divino que hay detrás de toda
empresa humana.
3) La GRACIA. Pero tras la fe y el trabajo viene el paso más
sofisticado: dejarse empapar por la gracia. Si la fe y el trabajo nos
estimulan a la acción humana, la gracia demanda una actitud más
pasiva en el sentido de dejarse hacer y de dejar a Dios ser Dios. Su
dificultad radica en que una vez que uno ha dado pasos de gigante, al
creyente le corresponde hacerse más pequeño que nunca para que, en
contra de la racionalidad humana, los últimos sea los primeros y los
primeros últimos, hacerse niño y comprender al máximo eso de que
“cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Co 12, 10).
Así pues, mi enhorabuena a todos aquellos que han sido capaces de
llegar hasta el nivel de experimentar exitosamente la gracia. Más
allá de su fe inquebrantable y de su trabajo ejemplar, estoy
convencido de que queda el legado de una experiencia espiritual capaz
de marcar la vida en un antes y en un después. ¡Acaso puede
esperarse de la gracia algo más maravilloso?
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