jueves, 1 de enero de 2009

Lisboa

Visitar Lisboa siempre es un placer y no sólo por su belleza. Ya G. Borrow en su obra maestra ‘La Biblia en España’ (1835) dijo, con la exageración característica de las novelas de viajes, que se trataba de “la ciudad más notable de la Península y acaso del sur de Europa” y “tan digna de atención como la misma Roma”. Sus calles llenas de vida y romanticismo contagian de alegría y nostalgia a quienes las transitan. Sus gentes rebosan amabilidad, acogida y, también, algo de sabiduría popular. Por lo demás, de Lisboa llama la atención que haya sabido recuperar tanta belleza y presencia después del terrible terremoto que la asoló en 1755.

Paseando por Lisboa en compañía de una buena amiga, me he dado cuenta de que esta ciudad es como nuestra vida, que se ve sacudida por duros golpes o fracasos tras buenos momentos, pero siempre resurge en busca no de reverdecer viejos laureles sino de restaurar la belleza y la energía que nunca deja de formar parte de ella.

Cuando ocurrió el terremoto de Lisboa, Voltaire lo esgrimió como argumento o hecho que aniquilaba la teodicea de Leibniz (quien concluyó que el mundo creado es el mejor de los mundos posibles) y cuestionaba seriamente a la religión. El eterno problema del mal sacude nuestra racionalidad y sólo encuentra consuelo –si es que lo encuentra- en el eterno problema del bien. Si amenazante puede llegar a ser la presencia del mal, del dolor o de la muerte, más cerril y antropológica se presenta la presencia del bien, del gozo o de la vida. ¡Y ahí vuelve a aparecer la gracia! En la insistencia de que la muerte no tendrá la última palabra sino la vida.

“¿Dónde está Dios?”, se oyó en los campos de concentración, en un lamento aparentemente premonitorio o invitatorio del sinsentido. Pero la respuesta fue mucho más honda –Dios está presente en esas realidades donde surge esa pregunta pues no se esconde de ella- y rebota simbólicamente en quienes se hacen esa pregunta desvelando el auténtico sentido de la realidad.

Hace tres años visité a mi amiga en Lisboa cuando luchaba con los lances de la vida como una hija pródiga. Actualmente, con mucho esfuerzo y habiendo pasado la noche oscura de la fe, mi amiga ha recuperado la alegría y la belleza que siempre poseyó y que un “terremoto vocacional” había intentado nublar. Y estoy convencido de que en el trasfondo de esta historia, como en cada esquina de Lisboa, brota cual banda sonora la fuerza de un fado portugués. Al preguntarle por uno de sus favoritos me sugirió sin vacilar ‘Há uma música do Povo’, inspirado en un poema del gran poeta portugués F. Pessoa –quien rondaba con sus versos el resbaladizo tema del sentido de la vida- en su versión interpretada por Mariza.

“Pero es tan consoladora/
la vaga y triste canción/
que mi alma ya no llora/
ni yo tengo corazón/
Soy una emoción extraña/
un error de sueño ido/
canto de cualquier manera/
¡Y acabo con un sentido!”.


Lisboa se cuela en las entrañas de sus habitantes y sus visitantes con la sutileza de un fado. Por citar algunas, la sonrisa de mi amiga, la fuerza musical del fado y la gracia de Dios son razones poderosas para pensar que el epicentro de la existencia está más bien en el sentido que en el sinsentido y sin duda que el hipocentro, para el creyente, está en Dios.

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