domingo, 22 de marzo de 2009

Auto-perdón

“Dios y yo estaremos encantados de perdonarte, pero me temo que eso no será posible del todo hasta que tú no seas capaz de perdonarte a ti mismo”. Esta frase retumbó en mi conciencia con la misma mezcla de contundencia y sensibilidad –espiritual en mi caso, lingüística en el suyo- con que me la decía un fraile dominico irlandés que había aprendido español en las misiones de la región argentina de Paraná.

Supongo que la dureza de mi confesión había llamado su atención y activado los sensores de su misericordia. Y es que el sacramento de la reconciliación no es un signo paralizador u opresor, sino todo lo contrario, dinamizador y liberador, como lo es cualquier “encuentro con Jesucristo”.

El evangelio de Juan nos propone una escena en la que Nicodemo le plantea una inquietante pregunta a Jesús: “¿cómo puede uno nacer siendo ya viejo?”. Esta pregunta nos pone en relación con la profundidad de la experiencia de la reconciliación y lo hace desde una perspectiva netamente teológica, pues “el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3,3). Dicho de otra manera, la fuerza de la reconciliación viene expresada por la gracia de Dios quien, como se dice popularmente, “escribe derecho con renglones torcidos”. Es decir, siendo Dios el máximo protagonista de la vida y de la historia nos hace a nosotros, los seres humanos, sus co-protagonistas. Dios es como el buen futbolista: juega bien y hace jugar bien.

Esta convicción teológica se nos muestra de modo muy pedagógico en la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), que algunos teólogos han rebautizado como “la del padre misericordioso”. En ella el protagonismo de Dios se expresa en que su oferta de salvación, su Alianza con los hombres, es permanente. En el caso del hombre, su protagonismo se basa en ser sujeto de su existencia, esto es, en querer salvarse, en querer colaborar con el proyecto de Dios.

En el caso de esta parábola, el protagonismo humano comienza cuando el hijo pródigo entiende que el primer paso de su “volver a nacer siendo viejo” se produce cuando es capaz de perdonarse a sí mismo y por ello puede volver a casa para pedir perdón a Dios y a los demás. Por su parte, Dios revela su protagonismo porque con independencia de la reacción de su hijo, no deja de mirar un instante al horizonte para poder ver hecha realidad la esperanza de que éste vuelva a su hogar. Su amor es un amor incondicional.

Visto desde el sacramento de la reconciliación, el auto-perdón o el hecho de perdonarse a sí mismo es el punto de partida de la vuelta a casa o del volver a nacer. Es el salvoconducto para ser y sentirse perdonado por los demás. Es la ventana abierta a que se pueda recuperar lo que, como el hijo pródigo, parecía perdido.

Hoy el sacramento de la reconciliación vive una seria crisis. Sin entrar a valorarla hay algo que me permite pensar que más allá de esa crisis este sacramento nos pone en relación con un anhelo antropológico: la justicia. El perdón es una cuestión de justicia.

En estos días he hablado con gente sobre el tema de la reconciliación y la necesidad y dificultad de autoperdonarse. Ello me ha hecho caer en la justicia como clave para entender la reconciliación. El hijo pródigo nos recuerda que siempre es posible empezar de nuevo, volver a nacer pues al auto-perdonarse activa también su compromiso con el reino de Dios, asumiendo su justa colaboración con el proyecto de Dios dando gratis lo que ha recibido gratis. En última instancia, el encuentro con su hermano mayor le permite ir más allá y comprender que el estatus familiar era injusto pues no se basaba en una sincera fraternidad sino en la permanente e injusta comparación que perjudicaba a ambos; a uno por sentirse inferior y al otro por sentirse superior a su hermano.

Cuando alguien comete un error grave en su vida puede y debe perdonarse. Con ello podrá entender que vuelve a estar activo para colaborar con Dios y, por ende, para ser feliz. Al hacerlo nos ayudará a los demás a ser más fraternos, a ser más justos con él y con nosotros mismos. Porque una gran lección de la parábola del hijo pródigo es que si no nos perdonamos a nosotros mismos, quizás podemos estar obligando a alguien a avergonzarse CON (junto a) nosotros, pero lo que nunca podremos conseguir es que ni Dios ni quien nos ama de verdad, se avergüence DE nosotros.

1 comentario:

  1. Tu comentario sobre el sacramento de la reconciliación me ha parecido interesante.Creo que es un tema sobre el que hay mucho que reflexionar.Habría que preguntarse por qué existe una crisis al respecto.Tal vez no se entienda bién este sacramento.Estaría bién que siguieras trabajando sobre el mismo tema,seguro que ayudarías a muchas personas.
    Te dejo una pregunta:
    En el momento de confesar nuestro pecado ¿estamos obligados a detallarlo o es suficiente decir,con verdadero arrepentimiento, "he faltado al tercer mandamiento o al séptimo"?
    Gracias por tu blog.

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