viernes, 13 de marzo de 2009

Lo que se llama alegre

Hace unos años, encontrándome en un bar de copas de Salamanca, cercano a la casa donde vivió y murió Miguel de Unamuno, tuve una experiencia muy peculiar. Aquella noche no andaba yo con muchas ganas de salir de fiesta pero lo cierto es que allí me encontraba con un amigo sumergidos ambos en un torbellino de jóvenes bailando y aparentemente disfrutando en la noche salmantina. Andaba yo buscando la manera de expresar que no me encontraba muy a gusto en aquel ambiente cuando, de repente, la cara de mi amigo cambió y se puso seria y reflexiva como si estuviera contemplando extáticamente una visión novedosa.

Desde el momento en que compartimos lo que ambos habíamos contemplado (la paradoja de la tristeza que es auténtica alegría y la alegría que es profunda tristeza), sin haberlo pretendido, éramos unos extraños en el seno de aquella gran masa. Estábamos solos en medio de una inmensa cantidad de personas que aparentaban sentirse muy acompañadas. Nos sentíamos en soledad (¿o habría alguien más con esa sensación?) y optamos por el silencio contemplativo como respuesta a ese fogonazo existencialista.

Precisamente los existencialistas cristianos, como E. Mounier y G. Marcel, nos muestran que, en medio de la masa, entendida como suma de individualidades impersonales, emergen inconformistas las personas, individuos que se erigen como sujetos de su existencia y demandan la respuesta a la pregunta por el sentido. Es la revolución humanista y humanizadora que se opone a las despersonificación y que en clave cristiana nos recuerda que hubo, hay y habrá una razón para saber si uno, en cuanto persona, está interactuando con la realidad: el amor y la compasión.

A consecuencia de aquella experiencia, propiciada por la impresión cegadora y confusa de la apariencia, la frivolidad y la banalidad, trataba de abrirse camino la fuerza de la contemplación. Cuando "desde el silencio" (título de su blog), mi amigo Jose me compartió lo que estaba contemplando, me cercioré de que más allá del pensamiento único o de la inercia de la masa, puede haber una posición frágil en el tamaño pero potente en la intensidad de su elocuencia, la voz de nuestra alma. Pese a ser una voz poco escuchada, incluso a veces difamada, marginada y postergada por lo excesos del ruido, esa voz contemplativa emerge desde lo hondo de nuestra existencia reclamando la primacía de la más profunda necesidad antropológica, la de amar y sentirse amado.

El psicólogo inglés A. Storr considera que son frecuentes los errores en las personas a la hora de buscar la felicidad y la plenitud de las relaciones. Para él el secreto de los genios y de los sabios radica en encontrar largos periodos de soledad. En esto da la razón a Ortega cuando dice que “el hilo de que estamos tejidos es el hilo de la soledad”.

Quizás lo que nos pasó a Jose y a mí aquella noche es que comprobamos en primera persona que –de nuevo Ortega dixit- “el cristianismo es el descubridor de la soledad como sustancia del alma”. Nuestras almas no descansan hasta saciar su sed de plenitud, que para el cristiano es Dios, a quien nuestra alma busca “como la cierva busca corrientes de agua” (Sal 41). En esta búsqueda, auspiciada por la fuerza espiritual que nos brindan el silencio y la soledad, podemos caer en la cuenta de tres cosas. La primera es que la sed de nuestra alma nos permite hacer una estimación aproximada de lo que estamos llamados a ser, es decir, no nos conformamos ni nos vale con cualquier cosa. La segunda es que ese anhelo de colmar nuestra sed es motivo de auténtica y profunda alegría pues nos remite hacia lo mejor de la existencia, esto es, disfrutar auténticamente de la vida y encaminarnos hacia Dios. La tercera es que, aunque estemos rodeados de gente que aparente actuar de modo diferente e incluso opuesto al que nosotros estamos siguiendo, hay elementos comunes que nos hacen pensar que todos rastreamos pistas similares y que por tanto en nuestro desierto existencial no podemos caer en la tentación de pensar que estamos solos en nuestra peregrinación vital. Esto último, me lo confirma el propio Miguel de Unamuno, en una experiencia similar a la vivida aquella noche enfrente de su casa salmantina:

“Aquí tengo que detenerme. No siento bien lo de identificar lo triste con lo desagradable; y aunque haya inocente que me lo tome a paradoja, diré que, para mí, lo desagradable es lo que se llama alegre. Nunca olvidaré el desagradabilísimo efecto, el hondo disgusto que me produjo la algazara y el regocijo de un bulevar de París, de esto hace ya dieciséis años, y cómo me sentía allí desasosegado e inquieto. Toda aquella juventud que reía, bromeaba, jugaba y bebía y hacía el amor, me producía el efecto de muñecos a quienes hubieran dado cuerda; me parecían faltos de conciencia, puramente aparienciales. Sentíame solo, enteramente solo, entre ellos, y este sentimiento de soledad me apenaba mucho. No podía hacerme a la idea de que aquellos bulliciosos entregados a la joie de vivre fueran semejantes míos, mis prójimos, ni siquiera a la idea de que fuesen vivientes dotados de conciencia.

He aquí cómo lo alegre me desagradaba, me era desagradable. Y, en cambio, en medio de muchedumbres acongojadas que clamen al cielo pidiendo clemencia, que entonen un ‘De profundis’ o un ‘Miserere’, me habré de encontrar siempre como entre hermanos, unido a ellos por el amor”.

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