miércoles, 4 de marzo de 2009

Ayuno y poder

He de confesar que últimamente estoy un poco obsesionado con el tema de los egos. Los veo moverse voluptuosos y provocadores por todas partes y sólo me queda el consuelo de pensar que quizás sea mi propio ego el que me está jugando una mala pasada.

Me refiero al ego expansivo, infantiloide, narcisista y sobre todo posesivo que asalta las situaciones sin avisar y te estalla en las entrañas. El colmo de la situación lo he alcanzado hoy en el autobús cuando una anciana le hablaba a su hijo cuarentón-faldero del escándalo que le había producido la orgullosa reacción de “un pobre” (expresión de campaña solidaria de los años setenta), no “su pobre” (sic) sino otro más joven que se pone en la otra puerta del templo, que al parecer no habría respondido al guión de cómo se supone que debe reaccionar “un pobre”. ¡Su ego había quedado lastimado!

Así es, los egos van flotando sin rumbo fijo por las estepas de nuestra existencia: jóvenes que van de expertos, “maduros” que van de jóvenes, pobres que van de ricos y ricos que van de pobres, orantes que van de dioses y dioses que van de orantes; y en todo ello la manifestación de las tres tentaciones del domingo pasado: el materialismo, la vanidad y el poder, siempre el dichoso poder. Se trata de egos que encumbran al individualismo, idolatran a la propiedad privada y se desmarcan hipócritamente de los deberes humanistas, entre ellos los Derechos Humanos. Nos encontramos sin querer queriendo en la lógica del “cogito EGO sum”. Con todo, lo peor de esta predominancia del ego, que se desarrolla al son hipnotizador de la autorrealización, es que alimenta a nuestro yo egoísta en detrimento de nuestro yo auténtico.

Pero, hete aquí que un clavo se saca con otro clavo, decía Santo Domingo de Guzmán, cuando le preguntaron a comienzos del siglo XIII cuál podría ser el remedio para aplicar precisamente a un conflicto de “egos y poder”, el que mantenían los herejes albigenses con ciertos sectores de la iglesia que vivían en la opulencia. El clavo que saca al poder posesivo y autoritario es el clavo de poder que se pone al servicio de los demás. Es el poder de la relación que nos ayuda a descubrir, con la inestimable aportación de nuestro prójimo, las dimensiones auténticas de nuestra persona, en el sentido en el que lo entendió Julián Marías: ser persona es querer ser y poder ser más.

Así pues, aprovecharé la coyuntura cuaresmal para tratar de purificar esta posibilidad y sea esa la explicación o no, entiendo que una salida puede estar por la vertiente mística (otra cosa que de repente está rondando por todas partes). Para ello me ayudaré de la sabiduría de un monje benedictino, Willigis Jäger, que ha adquirido cierta notoriedad en estos últimos años y del que algún día hablaremos con más detenimiento. Dice Jäger que la mística nos ayuda a recordar “que nuestra individualidad no resulta valiosa a causa de nuestro yo, considerado como algo absoluto, sino como lugar de revelación de Dios en el mundo”. La mística nos insiste siempre en que tenemos que emprender la penosa y difícil tarea de ir más allá de nuestro egocentrismo, nuestro individualismo y nuestro ego.


Ahora que acabamos de meditar el evangelio de las tentaciones, podemos emprender el ayuno de falsos egos y encaminarnos al misterio de la Transfiguración. Con esfuerzo, ascética, humildad y mucha proyección relacional podremos dejar a un lado nuestro falso rostro e ir revelando nuestro auténtico rostro. Ese que basado en la comunidad, la veracidad y el amor nos permitirá conocer también los verdaderos rostros de los demás y, por ende, el rostro de Jesús, el Dios hecho hombre.

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