domingo, 26 de julio de 2009

Los extremos de la vida


Últimamente la vida me ha regalado la gozada de ver nacer a los hijos e hijas de gente a la que quiero, entre ellos especialmente a los de mi propia familia. Tomar esos kilillos de vida incipiente y caer en la cuenta de la fragilidad y, al mismo tiempo, de la grandeza de la vida humana es una sensación indescriptible. Es bueno pensar de vez en cuando en ello y para no caer en agobios existenciales siempre podemos tener por seguro que esos niños y niñas agitarán nuestras comeduras de coco existenciales con su alegría y su incansable capacidad para jugar.

Por otro lado, la misma vida me sobrecoge al convivir con personas que llegan a cumplir cien años de vida. Cien años son muchos años y en ellos se encierra una multitud de historias y experiencias que invita a adoptar una postura respetuosa y a la vez emocionada. Junto a la ofrenda de los niños, los ancianos pueden ofrecernos una muestra inestimable de sabiduría, sensatez y serenidad.

Los bebés o los más pequeños y los ancianos o los abuelos de nuestros hogares representan los extremos de una vida que en cristiano se comprende a partir de un centro irrenunciable que es Dios. Ambos extremos se unen en un punto común que es la vida como realidad radical a la que el ser humano se aferra con la vitalidad de un niño pequeño o con la perseverancia de un anciano sabio.

Esas ansias de vivir nos hablan de nuestra perpetua insatisfacción que busca nuevos retos y alicientes para afrontar la vida. Dice el salmo 90 que “mil años en tu presencia son un ayer que pasó”. Se trata de un alegato que nos recuerda nuestra esencia como seres temporales e históricos. Para los niños y jóvenes se traduce en una invitación a disfrutar y aprovechar cada instante como si fuera único. Para los ancianos se convierte en la prueba de que, aunque el puzzle vital se ha de ir completando poco a poco, si uno está vivo es porque aún quedan cosas por hacer o aportar. Para todos ellos, para cada uno de nosotros, un mensaje de este salmo es saber que aunque es importante acertar, siempre está vigente el derecho a equivocarse, porque la auténtica guía de nuestras acciones y actitudes es no olvidar que Dios es nuestro refugio y nuestro protector.

En el pasillo de mi casa se encuentran una mujer de cien años y un pequeño niño de pocos meses. Su encuentro es una fuente de emoción para mi corazón, una plegaria a Dios para que cuide eternamente de ellos, y una interpelación para recordarme que creer y apostar por la vida conlleva comprometerse con ella -y con quienes forman parte de ella- de extremo a extremo. Y eso es lo que hizo nuestro Salvador, Jesucristo, amar la vida y a los suyos “hasta el extremo” (Jn 13, 1).

1 comentario:

  1. Creo que es una de las entradas más bonitas que has escrito. Rebosa vida, ternura y sinceridad.
    Aunque sé que no siempre puede ser de esta manera, tus textos ganan mucho cuando, además de entenderse, se sienten.

    ResponderEliminar