viernes, 31 de julio de 2009

Positivismo y positivismo

Cuando empiezo mis clases de filosofía con algún grupo nuevo de alumnos me esfuerzo, hasta llegar a resultar cansino, en hacerles entender que la filosofía no consiste en pensar como otros filósofos sino en entenderlos para llegar algún día a filosofar por uno mismo. Para ello es importante comprender los conceptos y lo que signifcan en cada contexto concreto. Un ejemplo de ello es el concepto `positivismo´, que tiene dos acepciones que no conviene confundir.

En su acepción más puramente filosófica, “positivismo” responde al nombre de una corriente filosófica, fundada por A. Comte (en la foto, que te quita las pocas ganas de ser positivista), que defendía el avance del conocimiento humano pasando por tres estadios (teológico-religioso, filosófico-metafísico y científico-positivo) que presuntamente nos llevaría necesariamente a respuestas cada vez mejores hasta llegar a la respuesta perfecta: la científica. De ahí que en el lenguaje coloquial digamos: “sé positivamente que esto es así”.

Evidentemente esta posición filosófica es inadmisible por varias razones, pero fundamentalmente porque tratando de criticar a la religión y a la metafísica como fuentes de respuestas infantiles y facilonas a las preguntas sobre la vida y el universo, el propio positivismo se convirtió en una religión y en una metafísica basada en principios y postulados indemostrables y que requerían una adhesión acrítica si uno pretendía solventar esas preguntas desde su metodología.

En su acepción más coloquial, “positivismo” es un sinónimo de “optimismo”. Sin embargo, no se trata sólo del “buen rollo”, expresado en el lenguaje de los jóvenes de hoy. Se trata de algo más pues en ocasiones el optimismo no goza de buena reputación porque se confunde con un idealismo o con meras fantasías. De ahí que los pesimistas nieguen apostar por una postura menos aconsejable que el optimismo y esgriman como argumento que sólo son “personas mejor informadas”.
El positivismo en cuanto optimismo sólo puede serlo porque presenta razones, no necesariamente racionales pero sí al menos razonables, de que detrás de lo que lo motiva hay un auténtico fundamento. El auténtico optimismo, el que nos dice que “lo mejor está por llegar”, es el que se asemeja a la esperanza cristiana, de la cual los cristianos estamos llamados a dar razón.

El falso positivismo “optimista” puede degenerar como el positivismo “filosófico” es una falsa esperanza, es una fantasía o incluso en una falsa religión que sólo sirve para justificar los privilegios y el estatus de quienes viven de su falsa palabrería. Por eso nos rebelamos ante las falsas promesas o los “vendedores de humo”: políticos, dirigentes, jerarcas, responsables o coordinadores de instituciones o, sencillamente, personas de nuestro entorno cotidiano. Así que dar razón de nuestra esperanza conlleva criticar estas pautas y conductas y cuestionar a quienes las potencias o viven de ellas.

Eso sí, con espíritu constructivo o “rollo positivo”, primero denunciando-criticando y luego proponiendo-anunciando, como hacen los auténticos profetas, los que saben que su profecía esta bien fundamentada en una esperanza razonable.

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