miércoles, 25 de noviembre de 2009

Dejad que los niños os acerquen a mí


Como tengo la inmensa suerte de trabajar rodeado siempre de niños y jóvenes, eso me permite estar en contacto con un mundo, el de la gente menuda y el de la adolescencia, que no dejan nunca de provocarte. Gracias a Dios, puedo decir que, al menos en mi caso, la lluvia de dones y buenos momentos es, con creces, muy superior a la de las decepciones y las insatisfacciones.



Si a ello se le une el aliciente de poder “darles” clase de religión, pues la cosa se pone aún más interesante. Compartir la aventura de la fe (o de la poca o nula fe) y la cultura (o la incultura religiosa) con niños y jóvenes de entre 12 y 18 años es algo verdaderamente fascinante.


Las risas y sus continuos sobresaltos son señales de lo que se remueve dentro de ellos: ruidos, experiencias de vida, etc. Pero aún más elocuentes son sus silencios o sus miradas penetrantes, especialmente intensas cuando perciben que una explicación profunda pone contenido a lo que la televisión o la ignorancia habían cubierto con el disfraz de la banalidad, la frivolidad o el topicazo. Sus preguntas, sinceras y sencillas, contienen la curiosidad de quien sabe que puede aprender y que la vida y la “reli” están impregnadas del misterio que logra tocar el corazón humano.


Tampoco les falta a los niños, la picardía para ir a pillar al profe con la esperanza de poder encontrar en su renuncio la excusa espiritual para sustentar el resto de sus excusas ocasionales. Por suerte para ellos, esa picardía es mínima en comparación con su honradez para aceptar que nadie es tan capaz como un niño para sumirse en la admiración y en la sencillez para acoger y manifestar las cosas.


En estos días, la corrección de los trabajos sobre el evangelio según San Lucas, me hace incidir en esta realidad de mi vida. Cuando les digo a ellos que la Palabra de Dios no es el libro, la Biblia impresa, sino lo que ese libro es capaz de generar en nosotros, en ellos, en la vida, siento que esto adquiere mayor relevancia cuando sus miedos y sus errores (generalmente heredados de un entorno que no ha querido o sabido transmitirles bien la religiosidad), sus intuiciones y sus interpretaciones geniales (que evocan que el Reino de Dios también está dentro de ellos) son iluminadas por la presencia reveladora que de Dios hay en ello.


“Dejad que los niños se acerquen a mí” (Mc 10, 14; Mt 19, 14; Lc 18, 16), nos dijo Jesús de Nazaret. Buena interpelación que debería hacernos sonrojar acerca de nuestra responsabilidad en el estado en que la infancia y la juventud española se encuentran en materia de cultura religiosa, en general, y cristiana, en particular.


Pero, sinceramente, creo que la cosa va más allá. Hoy es posible que tengamos que dejar que los niños nos acerquen a Dios. Su sed de espiritualidad, sus carencias religiosas, su sencillez para acoger la Palabra de Dios son sólo algunos rasgos de lo que estamos descuidando y de lo que podríamos hacer mejor. Amando más a nuestros niños y jóvenes no sólo podremos ayudarles a crecer, también en su faceta espiritual, sino que al mismo tiempo nos veremos enriquecidos nosotros mismos: en nuestra propia persona, en la de los más pequeños –que deberían importarnos más de lo que nos importan- y en la de Dios, al que descubriremos, sin duda, de forma más novedosa, si accedemos a él cogidos de la mano de los niños.

1 comentario:

  1. ¡Qué buena percepción de la realidad, Miguel!! Eso se llama dejarse interpelar por el mensaje que Dios nos está dejando ver en los más sencillos e inocentes. Los que nos llevan la ventaja en el sendero que lleva hasta el Reino. La transparencia, secillez y claridad son señales del Reino que se dejan reconocer en sus miradas.

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