jueves, 14 de enero de 2010

Haití, la justicia y la paz

Todos estamos sobrecogidos por el desastre ocurrido en Haití. No hay capacidad suficiente en nuestra razón como para asimilar un suceso tan devastador y, por su parte, la fe se tambalea tratando de buscar una luz que sólo parece poder proporcionarnos su hermana pequeña: la esperanza. Ella nos persuade de que, aunque nos cueste, seguir sus pasos, aunque sea en la oscuridad de un sinsentido es siempre mejor que venirse abajo o darse por vencido.

En diciembre de 1511, los misioneros dominicos se enfrentaron a los encomenderos y a los conquistadores españoles preguntándoles si aquellos indígenas a quienes esclavizaban y violentaban no eran acaso seres humanos como ellos. Aquel reclamo, conocido como El grito de La Española, supuso un antes y un después en la historia de América. De hecho, a mediados del siglo XVI, cuando los conquistadores españoles y los misioneros dominicos llegaron a la región guatemalteca de Tezulutlan (que significaba “tierra de guerra”), rebautizaron a esta tierra con el nombre de Verapaz (“tierra de la verdadera paz”), ya que bautizaron y conquistaron pacíficamente a sus gentes. Se trata de una bella y larga historia, que sin embargo, no está exenta de sombras y calamidades.

¡América vuelve a clamar justicia! Hoy desde la isla de La Española (actualmente Santo Domingo) nos vuelve a llegar un grito –en esta ocasión con acento francés y creole- que demanda verdadera justicia, porque sin ella no puede haber verdadera paz.

La sacudida del terremoto, siendo bestial, no es más intensa que las sacudidas de la conciencia que nos dice que no podremos vivir en paz hasta que no seamos capaces de vivir en justicia. Pues, lejos de lo que se suele pensar, no es la justicia el fruto de la paz, sino que la paz es el fruto de la justicia. Como dice el salmo 85, 11-12:

“Amor y Verdad se han dado cita,
Justicia y Paz se besan;
Verdad brota de la tierra,
Justicia se asoma desde el cielo”.

Contemplar con entrañas de misericordia los efectos del terremoto en Haití no puede dejarnos indiferentes, sino que ha de concertarnos una cita con el amor y la verdad. Por una parte, no podemos incurrir en el exceso de culpabilidad, pues no somos responsables directos de lo que allí ha ocurrido, pero sí somos personas que, indirectamente, podemos hacer más por quienes sufren de lo que muchas veces podemos imaginar. Todos sabemos que un terremoto es tan devastador en Haití porque se trata de un lugar en el que la pobreza y la injusticia anidan desde hace tiempo. Pero, lo que es más importante, todos sabemos que no viviremos en paz, en esta situación y en otras cualesquiera, si uno de nuestros valores más fundamentales no es la justicia.


Poco y mucho se puede hacer ante una catástrofe como esta. Si los haitianos son capaces de rebelarse ante su fatalidad, nosotros no podemos ser menos y tendremos que rebelarnos ante nuestra desesperanza. En este momento de urgencia se puede ayudar de múltiples maneras (he aquí una de ellas, entre otras muchas), pero en el medio y largo plazo, la única manera de implicarse es siendo personas que buscan y defienden la justicia en cada gesto y actividad de su vida.

Si esta vivencia del valor de la justicia se fuera contagiando, la justicia y la paz se besarían, pues la verdad brota de una tierra que ahora sacude nuestras entrañas y la justicia se asomará desde el cielo que nos pregunta, una vez más, dónde están nuestros hermanos.

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