miércoles, 17 de marzo de 2010

¡Hijo, todo lo mío es tuyo!

Una vez más nos encontramos en la liturgia con la parábola del hijo pródigo. Y una vez más corremos el riesgo de que desconectemos cuando empezamos a escucharla, llegando a pensar que la conocemos perfectamente.
Como se sabe, esta parábola es la tercera de una terna de parábolas sobre la misericordia. A la oveja perdida y a la dracma perdida, le sucede este hijo pródigo que es, también, un hijo perdido.

La misericordia es la capacidad de mirar la realidad, y en especial las miserias propias y ajenas, con los ojos del corazón. Esta será, sin duda, una de las claves de comprensión de la parábola y de sus personajes.

En primer lugar, encontramos al hijo menor. Se trata de un joven impetuoso que confunde la autonomía con la independencia. La reivindicación de su herencia parece estar teñida de un cierto orgullo que le lleva a romper con su vida anterior. Después de años de educación y sacrificio que forjaron una merecida herencia, parece como si en ese momento se iniciara otra etapa de excesos y elogios que se ve impulsada por el despilfarro y que, en cualquier caso, confirma la sensación de que hay una cierta ruptura entre ambos episodios. He aquí el gran error del hijo pródigo: confundir la “vida buena” con la “buena vida” y llegar a creer que es posible alcanzar la felicidad y un crecimiento personal pleno traicionando su propia forma de ser y su relación con los demás, especialmente con su Padre.

A continuación, descubrimos la personalidad del padre el cual como buen padre ha propuesto un modelo de vida y unos valores a sus hijos, pero que es capaz de supeditarlo todo al simple hecho de poder ver a sus hijos felices. Quizás por eso no se opone a la marcha de su hijo menor ni tampoco se olvida de estar atento a lo que pueda ocurrir. Todo buen padre (y todo lo dicho sobre el padre es, obviamente aplicable a la figura materna) sabe que existe un momento indicado para hacer saber a sus hijos que les quiere y que siempre podrá contar con él para lo que sea necesario, incluyendo la posibilidad de tener que volver a casa desolado. El Padre de la parábola sabe que él no puede permitirse el lujo de traicionar su forma de ser, ni estropear su relación con los demás, especialmente con sus hijos.

Pero resulta que cuando la parábola nos cuenta que el hijo ha sido capaz de rectificar su vida y el padre ha mostrado una gran magnanimidad, aparece en escena el hijo mayor que se aferra a una actitud tan infantil y caprichosa, que cuando leemos la parábola podemos llegar a pensar que la razón le ampara. Sin embargo, aunque el hijo mayor se cree superior a su hermano, en el fondo su pecado, su error, es el mismo que el de su hermano: no confía en que sea posible alcanzar la felicidad y un crecimiento personal pleno siendo fiel a su propia forma de ser y a su relación con los demás, especialmente con su Padre, a quien reprende con dureza tras negarse a participar en el banquete en honor de su hermano.

Es entonces cuando el Padre ofrece la explicación de su autoridad paterna en clave de misericordia. Su omnipotencia fundamentada en haber posibilitado que sus hijos sean todo lo que han llegado a ser, no se transforma en una impotencia estéril sino en una expresión misericordiosa que siempre mira por la felicidad y el crecimiento personal de sus hijos.

“Hijo, todo lo mío es tuyo”. Con estas palabras, Jesús nos muestra cómo es la relación de Dios con los hombres. Una relación que no sólo nos vincula a los hombres con Dios, sino también a todos los hombres entre sí. Nosotros debemos hacer nuestra la lección que reciben los dos hijos de la parábola: no es posible vivir sin la misericordia.

Todos necesitamos ser y sentirnos sujetos y objetos de misericordia. Desde ahí brota la posibilidad de la vida con sentido, de la salvación en línea con lo que proclama el salmo 84: “Muéstranos Señor tu misericordia y danos tu salvación”.

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