lunes, 17 de mayo de 2010

Teófilos

Las lecturas de la Solemnidad de la Ascensión nos brindaron la oportunidad de leer el comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, en el cual se pone de manifiesto su relación con el evangelio de Lucas, entre otras razones, por su estilo literario y por la referencia común en ambos libros a un tal Teófilo. Como de esta figura bíblica se ha teorizado mucho, yo tan sólo pretendo hoy abstraer de este Teófilo el sentido literal de su nombre: “Amigo de Dios”.

¡Todos estamos llamados a ser “teófilos” o “amigos de Dios”! Los creyentes en mayor medida porque se supone que somos más consciente de esta llamada y de lo que supone para nuestras vidas. Dice Aristóteles que la amistad surge por la existencia de intereses comunes entre los llamados amigos. Por la misma razón, la amistad hay que cultivarla y cuidarla como un gran tesoro porque la desaparición o la variación de esos intereses pueden hacerla marchitar hasta llegar a perecer.

Nosotros somos amigos de Dios porque estamos vinculados a él por el mismo interés: la construcción del reino de Dios. En esa amistad ponemos nuestra confianza en Él y sentimos al tiempo la responsabilidad de saber que Dios también confía en nosotros para que se haga realidad su plan de salvación. Sin embargo, esa confianza mutua no es simétrica, pues sabemos que estamos necesitados de la gracia de Dios y a veces debemos esquivar los deseos de querer controlar la relación y proponerle a Dios nuestros planes como si Él no supiera lo que realmente nos conviene. Como los discípulos antes de la Ascensión le preguntamos: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?”. Y no haremos mal en aplicarnos a nosotros mismos la respuesta que les dio Jesús: “No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo” (Hch 1, 6-8).

Ser amigo de Dios es un gran honor, pero también supone una gran responsabilidad. Tan es así que el Evangelio nos advierte de las consecuencias que un seguimiento de Jesucristo de forma adulta, madura y responsable puede conllevar. ¡Jesús lleva simbólicamente a sus discípulos a Betania y les bendice! Por eso también, aparte de la ayuda de Dios, necesitamos la ayuda de la Iglesia pues ella es la que nos procura la recepción del Espíritu y nos inserta en una comunidad que nos alienta y nos corrige para poder alcanzar la meta compartida que todos los creyentes anhelamos. Así, quien se crea capacitado para lograr sus objetivos sin contar con Dios y menospreciando la fraternidad de la comunidad eclesial y humana se equivoca gravemente, mientras que quienes orientan su vida conforme a Dios y en sintonía con sus hermanos crecerá en compromiso y en fidelidad creativa para seguir construyendo el Reino de Dios.

Así que mientras esperamos la recepción del Espíritu en la fiesta de Pentecostés, al igual que los discípulos tras la Ascensión, sugiero que nos volvamos a nuestro templo y oremos a Dios con las palabras de San Pablo tomadas de la liturgia de la Ascensión: “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros”, los que creemos en la fuerza de su Resurrección (Ef 1, 17-19).

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