jueves, 11 de octubre de 2012

50 años del concilio

El 11 de octubre se cumple el 50º aniversario de la inauguración del concilio Vaticano II. Tal acontecimiento constituye casi con toda seguridad el evento más decisivo de los últimos años y quizás siglos) de la historia de la Iglesia. Como los análisis serán muy numerosos y de mayor calidad de lo que aquí se pueda decir, quizás proceda conformarse con una reflexión desde la gracia, inspirándose en dos aportaciones excepcionales del concilio.

La primera es el espíritu de “aggiornamento”. Si hay un rasgo destacable en la labor conciliar, éste es el espíritu de honestidad y autocrítica que inundó la Iglesia, traduciéndose en la firme y determinada voluntad, aunque no exenta de obstáculos, de ponerse al día para poder ser fiel a su misión y llevar el evangelio en clave de servicio a todo el mundo. Es por ello que quizás el concilio nos sigue retando hoy a preguntarnos hasta qué punto hemos atendido a esta llamada de “actualización servicial” tanto como cristianos de a pie, bien como Iglesia institucional y asamblea llamada a celebrar, vivir y transmitir la salvación.

La otra aportación se refiere a la capacidad de estar abiertos a la novedad y a la sorpresa de la vida, en general, y de Dios, para el creyente en particular. Todo el que conoce la forma de gestarse el concilio Vaticano II sabe que supuso una grandísima sorpresa incluso para quienes estaban situados en puestos de decisión muy relevantes en la Iglesia. La propuesta de Juan XXIII fue un desafío al acomodamiento, a la monotonía y a la apatía en 1962 y vuelve a ser hoy, 50 años después, un aguijón espiritual que redinamice muchos apostolados y actividades eclesiales, tanto extra-ecclesia como al interior de la propia comunidad. Del mismo modo, hoy el concilio es también un fogonazo de nuestra experiencia de Dios que es capaz de renovar nuestro ser cristiano tanto por dentro como por fuera.

50 años después de la inauguración del concilio, sigue siendo válido trascender las discusiones teóricas y dar el auténtico valor a las vivencias prácticas y espirituales que emanan de su auténtica riqueza teológica. Es, quizás por esta razón más que por otra, justo y necesario que se celebre y demos gracias por la gracia que por mediación del concilio se derramó y se derrama sobre la Iglesia y sobre el mundo.

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