Esta pregunta de San Pablo a los
cristianos de la comunidad de Corinto sigue siendo una pregunta
desafiante y estimulante para todos los cristianos en general, y para
cada una de las iglesias en particular.
En el comienzo de su carta escrita ante
las divisiones y los partidismos de los cristianos corintios, Pablo
alude a la unidad del Bautismo que hemos recibido de Cristo y que nos
conduce a la salvación por la que Él entregó su vida. En en este
contexto de división y de discordias entre los corintios cuando
Pablo dirige su hermoso himno al amor (que nos hemos acostumbrado a
arrinconar en las lecturas de las bodas) al que de modo previo
antecede una exhortación inequívoca: “a
que se pongan de acuerdo: que no haya divisiones entre vosotros y
viváis en perfecta armonía, teniendo la misma manera de pensar y de
sentir” (1 Co 1, 10).
En
medio de una nueva semana ecuménica de oración por la unidad de los
cristianos, tenemos una buena oportunidad para cuestionarnos qué
fundamento espiritual es el que dinamiza nuestra fe cristiana. Y no
me refiero sólo a las filias y fobias que he señalado en la entrada
anterior, sino sobre todo a la capacidad de trascender nuestras
sensibilidades e ideologías eclesiales para que no impidan percibir
la luz de Cristo que nos exhorta a ir más allá y a vivir en este
mundo sin ser de este mundo. Sé que se trata de un desafío casi tan
gigantesco como el proyecto ecuménico (¡aunque San Pablo fue capaz
de experimentarlo y vivirlo!) pero su vigencia es tan evidente que la
traigo aquí como un termómetro de fe y de experiencia de Dios que
en caso de orientarnos puede aportar mucha energía evangélica no
sólo a la cuestión ecuménica en particular, sino a todas las
misiones evangélicas en general.
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