martes, 23 de junio de 2009

Enfermera de la Iglesia

Corrigiendo un examen de religión me encuentro que una alumna me dice que en 1970 Pablo VI nombró a Santa Teresa de Jesús “enfermera de la Iglesia”. Tras la risa por la confusión de lo sanitario con lo teológico o de lo equívoco del concepto “doctor”, me sobreviene el enfado y la frustración por la tristeza objetiva de la situación. Todo ello me lleva a preguntarme cómo estamos transmitiendo las ideas, los valores –si es que lo hacemos- y las experiencias fundamentales de nuestra fe y de nuestra vida.

Hace un par de semanas al ir a misa, como siempre el predicador dijo algunas cosas interesantes y otras que no lo eran tanto. Entre las primeras, trataba de hacer un llamamiento para reducir la brecha comunicativa que hay entre las generaciones adultas y las jóvenes en el lenguaje y los lenguajes que utilizamos y utilizan. La Iglesia no sólo no es una excepción a esta circunstancia sino que lo sufre y padece en gran medida, a veces por deméritos propios y otras veces por la propia confusión que todos padecemos al afrontar situaciones novedosas y desafiantes.

Como miembros de la Iglesia, todos podemos hacer mucho más por formarnos y ofrecer nuevas formas de expresión de la fe que nos une y que da sentido a nuestras vidas. Nuevas categorías que den brillo actual a la fuerza que contienen de por sí los conceptos y planteamientos de la riquísima Tradición eclesial, sin olvidar obviamente la Revelación y por extensión el Magisterio.

Sin embargo, nada de esto tendrá posibilidad alguna de éxito si no va acompañado de la fuerza de la gracia (“si el Señor no construye la casa…”, Sal 126) ni de la compasión. Abrirnos a nuevas formas de comunicación es entender que “Dios es nuevo a cada momento” (E. Schillebeeckx) y que hace “nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). Pero también supone que sentimos, padecemos y nos solidarizamos con la suerte de todos nuestros hermanos. ¡Necesitamos entenderles y hacernos entender por ellos! ("¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!"; 1 Co 9, 16).

Finalmente queda una tercera dimensión que es asumir el riesgo que supone hacer equilibrios sobre la línea que separa el posible éxito de un posible fracaso. Sabemos que no hay peor ciego, sordo o necio que el que no quiere ver, el que no quiere escuchar o el que no quiere saber y por eso asumimos la posibilidad de experimentar la impotencia de ver que nuestros esfuerzos pueden resultar estériles. Nuestra fe corre el riesgo de ser minusvalorada o despreciada por los otros, corre el riesgo de verse debilitada o fatigada y tampoco podemos olvidar que puede verse cuestionada por aquellos a quienes vamos a predicar.

No hay respuestas fáciles ni teóricas a la pregunta que he formulado. Sólo sirve la praxis de lanzarse a predicar el Evangelio y la fe de la Iglesia con el testimonio de vida, la inspiración de la palabra oportuna y la credibilidad que ofrece experimentar la pasión por Dios y por todos los hombres. Con las buenas intenciones no basta, pero todo es más sencillo si reformulamos nuestras acciones y proyectos en virtud de Dios como centro de todo. Eso es lo que hizo Santa Teresa de Jesús quien, con muchos menos recursos que nosotros y seguramente más dificultades, llegó a ser con su ejemplo de vida teologal “Doctora de la Iglesia”. Si con todo, aún nos pegásemos algún golpe vital, seguro que la santa de Ávila puede ofrecernos algún cuidado paliativo místico o algún apósito espiritual. ¡Ora pro nobis, Santa Teresa, “enfermera” de la Iglesia!

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