lunes, 2 de febrero de 2009

Turrón de chocolate

Las dominicas contemplativas del monasterio de Santa Catalina de Valladolid (popularmente conocidas en la ciudad como las “catalinas”) me han endulzado el mes de enero, por intercesión de un entrañable benefactor, con uno de los más selectos manjares fabricados en su obrador: el turrón de chocolate. Mi gratitud por este detalle se queda pequeña en comparación con la que experimento por tener la suerte de contar con su afecto y con su oración (¡que no sólo de turrón de chocolate vive el hombre!).

El 2 de febrero se celebra el día de la Vida Consagrada, expresión tan ambigua como traicionera, y me gustaría que mi reflexión sobre la misma –especialmente orientada a la vida contemplativa o vulgarmente llamada “de clausura”- estuviera basada en la imagen de una tableta de turrón de chocolate que transmite buen sabor, que se asocia a momentos compartidos y de paz e interioridad, y que merece ser dada a conocer a los demás.

En primer lugar el turrón de chocolate presenta muchas variantes. Lo hay más o menos comercial (o de marca), lo hay con predominancia del chocolate y lo hay más centrado en las ambrosías o en las almendras, etc. Sí, hay muchas recetas de turrón de chocolate pero a mí me gusta la de las dominicas de Valladolid. No es ni mejor ni peor, es la que a mí me gusta. Igualmente ocurre con la vida consagrada, que es eso, una posibilidad o una opción de vida, ni mejor ni peor, es la mejor para quien crea que es la que le gusta y le puede hacer feliz.

En segundo lugar, el éxito del turrón de chocolate de estas monjas de Valladolid radica, entre otras cosas, en que ellas se dedican a hacer lo que mejor saben hacer y eso supone mucho conocimiento de causa y, sobre todo, mucho tiempo, mucho amor y mucha dedicación. En ocasiones la vida religiosa se ha obsesionado con la idea de “ser” en detrimento de la idea de “hacer”. Evidentemente ambos verbos han de conjugarse juntos pero el orden de los factores en este caso sí altera el producto. Porque las dominicas hacen turrón de chocolate del mundo, gente como yo hemos podido llegar a la conclusión de que son las “hacedoras” del mejor turrón de chocolate del mundo. Si, por el contrario, se hubieran obsesionado con “ser”, su confusión no les hubiera permitido hacer. En otras palabras, construyendo-haciendo el Reino de Dios somos ya partícipes del Reino de Dios; la otra posibilidad –la conmutativa- ya no está tan clara, salvo que el estatus religioso o social o su reconocimiento sea lo que se pretende con tan ideológico juego verbal.

Y, finalmente, la vida consagrada parece atravesar, por más que líricos ejercicios retóricos traten de maquillar la situación, una severa crisis. Si es un poeta quien nos habla de los famosos “tiempos recios”, entonces nos interpela y nos toca el alma, animándonos a apretar los dientes para salir adelante; si es un estúpido el que nos habla de los “tiempos recios” entonces es el primer paso para la investidura como superior o superiora con riesgo de perpetuación, porque la estupidez es hereditaria, no en el sentido de congénita sino en el de monárquica. Esta Navidad, las “catalinas” han fabricado algunos dulces y tabletas de turrón de chocolate para familiares y amigos pese a tener el obrador temporalmente cerrado por un problema en el edificio del monasterio. ¡Ni el mayor de los problemas puede ser una excusa para dejar de tener en cuenta a quien espera algo (quizás más de lo que pensamos) de nosotros! Un profesor de Historia de la Iglesia me enseñó que en tiempos de crisis la Iglesia siempre supo encontrar parte de la solución a la misma en el sabio principio de dejar a un lado esa preocupación para centrarse en otras que no sólo demandaban algo de ella, sino que también le permitirían relativizar y despejar en parte tan nublado horizonte. Quizás la vida consagrada pueda encontrar algo de luz a su crisis si deja de emplear tanto tiempo y esfuerzo en hablar y pensar sobre sí misma, empleándolo en potenciar otras tareas que ya realiza bien pero que agradecerían mucho la inyección de algo de ese tiempo y esfuerzo.

¡Qué prescindible pero, al mismo tiempo, que importante es el turrón de chocolate! Quienes viven o conocen la vida religiosa contemplativa han de lidiar con la retahíla de tópicos que caen sobre ella. Uno de los más pobretones y habituales es preguntar con desdén y no poca torpeza humana y espiritual para qué sirve la vida religiosa, especialmente la contemplativa. En mi primer curso de la carrera de filosofía, sumido junto con mis compañeros en la ignorancia y en la frustración por no entender nada de la asignatura de Lógica, nos revolvíamos impetuosamente contra el profesor reclamando que no sabíamos para qué servía su asignatura. El profesor, sin perder en modo alguno la compostura, nos replicó que estábamos muy equivocados sin pensábamos que su asignatura no servía para nada. Y añadió que para lo que servía su asignatura era, como mínimo, para que él y su familia pudieran comer. Por eso a los que cegados por su ignorancia y estrechez de miras preguntan con cierta presuntuosidad que para qué sirve la vida religiosa contemplativa, yo les contestaría, sin perder en modo alguno la compostura, que sirve, como mínimo, para hacer turrón de chocolate. ¡Qué aproveche!

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